Estamos
en una playa. Es el verano de 1983, o de 1984, quién sabe. Es de noche. Hay una
hoguera. Unas salchichas a la lumbre. Quizá algo de queso. Hay dos hermanas. Y
hay cuatro niños. Hay estrellas. Al fondo se intuye la ballena, a la luz de la luna. Va a pasar a lo
lejos y nos va a saludar con la sirena del barco, nos dicen. Y los niños
esperamos ansiosos ver cómo esa luz que se ve a lo lejos, mar adentro, silueta de
un barco mercante capitaneado por un hombre bueno, saluda en la noche
cantábrica a sus hijos y a sus sobrinos. Aquel hombre bueno, el que me explicó
una vez cómo funcionaban las mareas, murió. Y con él, como el de todas las
personas que nos han acompañado en nuestra vida, murió también una parte de lo
que yo fui. Y mientras oía hablar a su hijo, que es Mi General y casi mi
hermano, en el entierro, comprendí que todos vivimos, de una u otra manera, en
aquellos que nos conocieron, en aquellos que alguna vez nos ayudaron. En todos
aquellos que, de una u otra manera, nos
amaron. Y mientras llevábamos el féretro yo deseé, (me pasa en ocasiones), que
al final los cristianos tengan razón y que, guiado por la Virgen del Carmen, mi tío
Antonio nos esté esperando en un barco mercante para recibirnos, dentro de
muchos años, y volver a contarnos a los niños historias de la mar mientras
rebuscamos con las manos en la arena de la playa de nuestra infancia.
Descansa
en paz. Y que la tierra te sea leve.
Éste sí es el mi Perdiu,éste y no otro.
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