El post de hoy tiene
una dedicatoria cariñosa. A los desocupados lectores, algunos de ellos
amigos muy cercanos, que están todo el día con matraca de que España es
diferente, de que somos un país enfermo, de que hay que joderse y no sé cuántas
cosas más. Amigos progres en su gran mayoría, obnubilados por una visión
erótica de lo francés, que confunden a Francia con Europa y a lo francés con lo
moderno.
Pues bien, no sé cómo calificar
un país en el que la tercera fuerza política es una repugnante fuerza de
extrema derecha y en el que los autoritarismos de izquierda y de derecha suman casi el 30%
de los votos válidos. Un país enfermo en el que ya
hace diez años la extrema derecha pasó a la segunda vuelta de las
presidenciales. A todos los apóstoles jeremiacos del desastre, que por todas
partes ven el huevo de la serpiente y se rasgan las vestiduras cuando un
discurso se sale de lo políticamente correcto, les pediría que observaran con
atención los datos. Según Ipsos, además, el partido más votado entre la clase
obrera francesa ha sido (de nuevo) el Frente Nacional.
Tanta épica de la fábrica y tanta hostia con la clase obrera para que, al final, sus sueños se conviertan en el bastión de la extrema derecha.
Esto pasa porque nuestra socialdemocracia, quizá la más sectaria y analfabeta de Europa (y a las pruebas me remito), nunca ha entendido los conceptos: la extrema izquierda no es su pariente; su pariente es la derecha liberal. La extrema izquierda de quien es prima carnal, y amiga del alma, es de la extrema derecha. Por eso no me extraña nada que compartan
con tanta alegría a sus votantes.
Dicho lo cual, qué alegría no
ser francés.
Me llevó años entender que la extrema izquierda y la extrema derecha se dan la mano por donde nadie las ve. Hoy no tengo la menor duda.
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