Madrugamos. Hay tráfico, pero el viaje no se hace muy pesado. Lo peor de las carreteras norteamericanas son los límites de velocidad, que oscilan entre los 89 quilómetros por hora en algunos Estados a los 73 en otros. Paramos en una gasolinera y nos extraña ver que no es autoservicio. Una ley del estado de Nueva Jersey prohíbe las gasolineras en modo autoservicio. ¿Qué pasaría en España si una Comunidad legislara eso? ¿Se rompe por ello la unidad de mercado? Cuando entre las partes hay lealtad, los problemas empequeñecen.
Otra cosa llama la atención a un europeo; la pienso ahora que veo que la capital de este Estado de NJ es Trenton en vez de Newark (aquélla es tres veces más pequeña que esta), es la de que la capital de los Estados esté en ciudades que, con el paso del tiempo, se han quedado en nada. La capital del Estado de Nueva York es Albany (el puerto al que más arriba podían llegar los barcos por el Hudson); la capital de Connecticut es Hartford y no Bridgeport;
Llegamos de nuevo a Manhattan. Ahora nos alojamos cerca de las Naciones Unidas, en el Hotel Tudor. Salimos a por
Al igual que ocurre en otras partes del país, cuando el viajero llega a Chinatown le parece haber estado allí antes. Hemos visto tantas veces esas imágenes. Empieza el juego. Alguien te ofrece un reloj, otro te dice que conoce a alguien que puede saber algo de la marca por la que preguntas. Para las camisetas y otros artículos similares, el regateo es al por mayor. Tras hacer algunas compras, volvemos en metro. En la parada, las indicaciones están también en chino. Bajamos en Central Park. Pequeño paseo, compras de algunos libros. Entramos en un bar. El camarero es irlandés. Cuando le decimos que venimos de España nos dice “Fernando Torres, Atlético”. Para que luego digan que son unos pupas.
Cuando llega la hora de la cena, elegimos un restaurante cercano al hotel. Es caro, para lo que ofrece, pero estamos en Manhattan. Una copa de vuelta. Va habiendo cansancio, pero también nostalgia. Mañana por la tarde volvemos a España.