22.8.07

Día 7. Niágara (I)

Continuamos nuestro viaje hacia el oeste. El Desayuno en el motel causa cierta hilaridad. Algo parecido a café, una magdalena y sucedaneo de mermelada. Subimos al Expedition. Caen los quilómetros. Aunque Jimena trajo “El concierto de Aranjuez”, hemos optado, tras el primer día, por poner como sonido de ambiente la música de la radio. En algunas de las Áreas de Servicio, se ven monumentos y placas en recuerdo de los patriotas muertos, bien en el XVIII, bien en el siglo XX. La persistencia de la memoria.

Al final de la mañana llegamos a Búffalo. Restos fabriles camino del downtown. Este eclecticismo norteamericano es desconcertarte para un europeo: rascacielos pegados a edificios del XIX. Aparcamos en la zona histórica de la ciudad y, como se va haciendo tarde, buscamos algún sitio para comer. Un restaurante griego es la solución. Por fin, después de varios días, algo de pescado con arroz. Reparador. A la hora de comer, en el grupo nos dividimos entre los que disfrutan de la gastronomía local (Carles y Miri), los que alternan y son infieles sin rubor (Chorch y Gelito) y los que preferimos cosas algo más europeas (Jimena y yo). Para tomar el café, cruzamos la calle y entramos en un espacio diminuto que parece sacado de una película: la puerta y la pared, horadada por un gran ventanal , son rojas. Un negro fuma sentado en la puerta. El camarero, joven, nos invita a pasar. Apenas hay sitio, pero el lugar tiene encanto, caliu. Los cafés los hacen con máquina y nos sientan a gloria. Sentados, charlamos. Empieza a llover. El café no tiene aseo. Cosas que pasan. Es hora de seguir la ruta por Búffalo, pero ahora en coche. Vemos un poco la ciudad y enfilamos al motel en el Niágara.

Llegamos poco menos de media hora después. Diluvia. Bajamos las maletas. Hay un problema. No tenemos ninguna habitación reservada. Insistimos, la mujer que nos atiende en recepción busca en el ordenador y nos explica, paciente y amable, que la reserva que nos hicieron ayer era para esa misma noche y no en este motel. ¿Dónde nos reservaron? Preguntamos. Not very far, dice el que parece ser el jefe. Ella nos aclara que a unos quinientos quilómetros. Qué relativas, las distancias.

Protestamos. Nos indignamos. Ella nada puede hacer. Además, el cargo a la tarjeta ya está hecho. Nuestra loca de ayer nos la jugó bien. Pedimos habitación en este; en algún sitio hay que dormir. Están llenos. Nos cagamos todos en la puta. Le pedimos que haga el favor de llamar al Súper 8 que está en el lado canadiense. Quedan habitaciones. Reservamos. Damos las gracias. Volvemos a cargar. Salimos. Sigue lloviendo. Hay que pasar el Rainbow Bridge, que separa Canadá de los Estados Unidos. En la aduana, los canadienses nos hacen las preguntas de rigor y nos dejan pasar sin problemas. A un lado, el Lago Ontario, al otro, el Lago Erie; entre medias, las cataratas del Niágara.

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