Encontrarme de frente con la decapitación de Juan el Bautista en la catedral de La Valeta, hace algunos años, me dejó impresionado, me cuenta Jesús mientras avanzamos en busca de nuestro amigo. Hay personas y personajes que, sin querer, marcan el tránsito entre dos mundos, entre lo que se está yendo y lo que está llegando. Caravaggio fue uno de ellos. Un hombre atormentado, que murió joven incluso para los estándares de la época, que llegó a Roma sin dinero, que pintó para vivir pero que no podía renunciar a su forma de pintar. Que tuvo una relación tempestuosa con la Iglesia, que lo admiraba y lo despreciaba por igual. Esa forma de pintar a los santos, incluso a la Virgen, tan humanos todos. Esa forma de mostrar el sufrimiento. Esa forma, en fin, de decir adiós al manierismo y de ayudar a alumbrar la pintura moderna.
Ahora podemos admirar durante un par de meses en Madrid una de sus grandes obras: El descendimiento, un Cristo muerto, es una de sus grandes obras. Una de las pocas que sus contemporáneos admiraron sin discusión. Nicodemo el sabio mira al espectador, y San Juan mira al Cristo, muerto y abandonado. Detrás, su madre asumiendo el destino de su hijo, su tía y María la de Magdala.
La obra es espectacular: la luz. La muerte. El llanto. Como tantas otras, fue robada por los ejércitos franceses, esos que se dedicaron a llevar la luz por Europa, según nuestros progres a la violeta. Afortunadamente, volvió a Italia y allí se conserva.
Un lujo tenerla en Madrid durante un par de meses. No se la pierdan.
PS: Mark Lilla escribió en un homenaje a Daniel Bell que “[…] las ortodoxias son intrínsecamente inestables. Hay algo en el alma que se resiste a los límites y a la tiranía del tiempo y busca liberarse en la transgresión o la trascendencia. Toda ortodoxia lleva acarreadas heterodoxias y herejías que acabarán destruyéndola: cuanto más rígida sea la ortodoxia, más probabilidades hay de que aquellas prevalezcan. «Es una profunda verdad que una casa bien ordenada es algo peligroso»