Llueve. Aquellos Losada.
Una
estirpe de traidores. De advenedizos. Enrique-cidos por
un rey bastardo y felón. Enloquecidos por el dinero que el
tal monarca repartió
entre sus conmilitones cuando hubo acabado con el Rey Pedro y con el futuro de Castilla. Pero la suerte no dura para siempre. Pocos
años después, apostaron por el perdedor. Ironías de la vida, esta vez lo
hicieron por apoyar a la reina legítima, doña Juana, en la guerra contra
su sobrina. Y
perdieron. Supieron lo que es tener que huir por haber sido fiel a un juramento.
Llueve. La lluvia atenúa el
dolor. Es un paliativo contra le melancoloía. En los papeles me habla Leonor de Melgar, la
esposa de aquel
Diego de Losada.
La casaron cuando apenas tenía siete u ocho años. Por aquel entonces, la mitad de nuestra
sierra era de los
Losada y la otra
mitad era
de los Pimentel.
Leonor relata sus penas. Era hija de Juan de Melgar y en total estuvo casada
con D. Diego unos catorce o quince años. Nos habla. La escucho. Se queja. El merino de la Puebla trataba mal a los
Losada. Llegaron
los conflictos. Y cada uno se posicionó en un bando. Los Losada, que tenían
esta tierra gracias a la donación de un rey traidor, juraron lealtad a la reina
legítima. Los Pimentel, especialistas en traiciones, se aliaron con la princesa
Isabel.
Nieta de reyes. Esposa de reyes, fue su tío Alfonso el que levantó su bandera,
tras casarse con ella. Llegó una guerra. Larga. Dura en esta la mi tierra. Todo
terminó en las campas de Peleagonzalo, en marzo de 1476. La guerra la ganó Isabel. A los partidarios de Doña Juana sólo les quedó la muerte o el exilio. Un exilio a Portugal, de donde era la madre de Juana. Don Diego marchó al exilio y con él su mujer. Vivieron en Berganza,
ciudad en la que Losada murió, melancólico, sin poder volver a su tierra. Exiliados,
dice la Melgar, porque su marido “avía seguido el partido del Rey de Portugal”.
Sigue lloviendo.
Es tarde ya