Miro en derredor mío. Aquí se
levantó un Monasterio. Poderoso. Un monasterio punta cima del lago-mar. Un
monasterio de frontera, minado por los Reyes. Aquí llegaron hombres poderosos. No
sólo el abad Martín, huido de Córdoba. También Pedro Cristiano. No queda ya
nada. Nada de nada. Hoy hay mesas. Nos celebramos y nos (re)conocemos. Estamos
en la Sanabria, la tierra más occidental de la provincia de Zamora. La tierra
más periférica. Quizá la más pobre.
Miro en derredor mío. Cómo hemos
cambiado. Y para bien. Hace casi ochenta años,
con mi padre ya nacido, a SanMartín venían los misioneros laicos enseñando
higiene a las madres para que no murieran en el parto. No había caminos. Ni
coches. Había frío. Hambre. Y mierda.
Pero sobre todo, lo que no había
es futuro. Los sanabreses nacían y morían al ritmo de la cosecha, sin pasar
nunca de la Puebla al este o de las portillas hacia el oeste. El que llegaba hasta
Vigo, normalmente, era para embarcar a las
Américas.
Miro en derredor mío. Mis
compañeros de mesa. Predominan ya los zamoranos de Madrid, por encima de los
zamoranos en Madrid. Profesionales de éxito. Buenos trabajadores. Gente
construida con esfuerzo.
Un relato poderoso, el del esfuerzo.
El de ganar el pan con el sudor de la frente.
El de ser una persona de provecho. Un relato, Zapatero es la
metáfora, que los españoles hemos ido perdiendo con los años.
Cae
la tarde. La poderosa tarde del septiembre senabrés. Y recuerdo de nuevo,
siempre me pasa en estos lugares y por estas fechas, los versos del bardo
de Villareal: ¡Ara España!¡Lur oberican / ez du Europa
guziac!, escribió mientras veía la frontera desde
Hendaya. Y tenía razón: “«¡Ahí está España! ¡Tierra mejor / no la hay en Europa
entera!».
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