La Exposición avanza con ritmo cronológico. Impresionan las colecciones de arte primitivo que fueron reuniendo los zares, para legitimar sus conquistas hacia el este y hacia el sur. El museo en sí se concibió como una prolongación de París hacia el este. Las grandes salas. Los salones del trono. La modernidad era esto, queridos rusos, aunque vuestros bolcheviques no lo entendieran nunca. Los tesoros siberianos. Entramos en la sala de pintura de la Edad moderna. Algo de vanidad, déjeme regodearme en ello: reconozco de lejos un Velázquez, muy joven, y el San Pedro y San Pablo del Greco. Salimos del pueblo para algo, supongo que le dirá, desde donde esté, mi abuelo a su suegro, el abuelo Miguelán, mientras nos ven. Se me escapa el Caravaggio. A Jesús, que es un hombre culto, no se le escapa. El XIX nos muestra impresionistas. La colección es rica. Y hermosa. Y llegamos a un cuadro de leyenda. La bebedora de absenta. Picasso es un magnífico pintor, pero el personaje terminó por devorarlo, le comento a Jesús. Asiente.
En este cuadro está el tránsito del mundo rural al urbano. La llegada del siglo XX. La mirada lánguida. La muerte de dios. El final de la esperanza más allá de la vida. El nihilismo que preconfigura el hedonismo que a todos nos devora. En esa expresión está la cara oculta del mundo de ayer que nos contó Zweig. Es ahí donde está la Gran Guerra. En su mirada están la Gran Depresión y el ascenso de los fascismos y el comunismo. Todo lo que vino se podía ver en ese cuadro si uno hubiera sabido mirarlo. Y en la absenta como concepto. Un cuadro que sigue inquietando, cien años después, porque aún guarda muchos secretos que mostrarnos. Qué somos y qué cosas podemos llegar a hacer. La melancolía de la derrota en pocos trazos. Una mala boda. El terrible vacío del progreso. El gran engaño, quizá, de la modernidad.