18.10.12
Paisaje, entre castaños...
13.10.12
Mirando, era otoño...
19.5.12
Nire aitaren etxea...
2.5.12
Seguimos de paseo...
1.5.12
Walking...
9.4.12
Manolo
Se llama Manolo y debe rondar los cuarenta y cinco o cincuenta. En el físico, digo. Su mente detuvo con seis o siete años. Forma parte del paisaje del mi pueblo desde que soy un niño. Siempre ha estado ahí. Nunca se mete con nadie. Siempre está alegre. Fantasea, imagina, y la gente se ríe cuando lo oye, sin darse cuenta de que fue precisamente la imaginación y la capacidad de fabular lo que nos hizo humanos, más allá del prensil. Siempre saluda con una sonrisa cuando ve llegar a alguien al pueblo. Lo imagino recordando su infancia real, cuando aún quedaba gente allí: su utopía son estos días de Semana Santa, como el pueblo lleno de gente, la Iglesia a rebosar, las calles llengas de gente ...
Hace muchos años, cuando yo aún no existía, ayudó a poner en marcha la que luego sería mi casa. Y yo, en correspondencia, siempre que llego y lo veo desde el coche paro a saludarlo. Siempre nos damos la mano. Me mira con su sonrisa infinita y me cuenta la última novedad, la última batalla en la que anda metido.
Me pidió que le diera alguna vez fotos en papel, me ve siempre con la cámara y con los libros. Me acordé. Por fin. Con la ayuda de Yimi, claro. Se las di. Me sonrió. Se marchó corriendo a casa, imagino que a guardarlas.
Y me di cuenta, mientras lo veía irse, que, en cierto modo, somos la manera en la que tratamos a los discapacitados.
Ni más ni menos.
17.2.12
Algo de vanidad...
Algo de vanidad. Se nos va el rato charlando con las personas que han puesto en pie y mantienen la Asociación Cultural. Compartimos quejas y lloros. En cada pueblo hay cuatro o cinco personas, no más, que se preocupan de lo común. Nos reconocemos en cuanto nos vemos, como en un relato de Borges. El resto piensa que las cosas se hacen solas. La tragedia de lo común. Uno de ellos, un Barrios de Santiago, me dice “yo a ti te conozco”, “coño, eres de los que organizabais hace diez años los veranos culturales en Sanabria, con las conferencias, las exposiciones...” Me ruborizo. Alguien se acuerda. Alguien acudió. Dejamos de hacerlo porque sólo íbamos nosotros, le confieso. Hicimos cosas, claro que las hicimos: descubrimos el Fuerte de San Carlos. Contamos la guerra contra los portugueses en el XVII, recordamos la guerra contra el francés en el XIX. Hasta hablamos de futuro y todo; claro, éramos jóvenes, era agosto y estábamos en casa. Casi me disculpo por aquello: “era algo diferente, era una forma de sacarle partido al verano, más allá del lago...” me dice mientras apuramos una cerveza. Lo hacíamos y casi lo hacíamos a la contra. La gente nos criticaba, el palillo en la boca, los cacahuetes en la barra, junto al botellín de cerveza: dónde irán estos listos. Fue por entonces que me di cuenta que vivía en un país en el que el adjetivo listo tiene una connotación negativa. Cuando comprendí que libresco, aunque no lo diga la Academia, tiene una acepción despectiva. La vida se aprende en la barra de los bares, no detrás de los libros. Esa es la cultura popular en nuestro país.
Cuando, además, llegaron los problemas personales, la Asociación desapareció. Pero es hermoso mirar atrás y recordar. Como es hermoso escuchar que alguien te lo agradezca. Esa frase de Sócrates, el futbolista al que vi patinar en casa de mi abuelo, en aquellos Mundiales: “no jugamos para ganar, jugamos para que nos recuerden.”
3.2.12
La magia, desde el aire...
No había amanecido cuando despegamos. Al rato, ya estábamos sobrevolando mi tierra. Hemos aterrizado hace diez minutos. Sentado en Lavacolla, haciendo tiempo para una reunión, repaso mis notas. Miraba desde la ventanilla del avión y pensaba. Vengo de un mundo de frontera, una frontera que no se ve desde el aire pero que está presente en cuanto uno mira hacia el sur. Mi tierra limita al sur con Portugal, no con España. Vengo de un mundo antiguo. Pobre. Un mundo periférico desde que el hombre es hombre. Un mundo que sólo muestro a quien conmigo va, claro. Pero también, quizá por todo eso, un mundo mágico. Un mundo en el que gentes legendarias a los que ahora llamamos zoelas ocuparon los altos y desde allí, desde sus castros, domaron los ríos y sembraron los valles. Unas gentes que quizá adoraban a un Aernus del que no queda memoria ninguna. Por que llegó el cristianismo, quizá junto con el judaísmo, no lo sé, y aquel viejo mundo se fue integrando poco a poco en el nuevo. Algunos de sus vestigios no desaparecieron, eran vestigios de invierno, ligados a temores atávicos que nos acompañan desde que entendimos, vivíamos en aquel alto, el poder del fuego y la dureza de la lluvia. Como aquí la modernidad pasó de largo, algunos de esos vestigios han llegado hasta nosotros, a ambos lados, además, de la frontera, ya sea como mascaradas o a través de los pauliteiros. Sobre ellos estuve leyendo el otro día una cosa interesante escrita en portugués; una tesis presentada en la Universidad de Valladolid que reflexiona acerca del conocimiento mutuo de estas tradiciones a ambos lado de La Raya. Péguele un vistazo si le interesa la zona. O si lo seduce el misterio.
PS: “La frontera hispano-lusa se convirtió así durante varios siglos en un territorio semidespoblado y alejado, en un vasto espacio solar que era utilizado por los respectivos poderes peninsulares como zona de seguridad, a costa de la inseguridad de sus pobladores; una tierra indefinida y peligrosa donde se sucedían las escaramuzas y los constantes saqueos. En estos tiempos de conflictividad dilatada y permanente, de fronteras extensas y difusas, de amplios desiertos demográficos (Bernal Estévez, 1998), se dibujó un nuevo orden que borraba por completo las anteriores adscripciones territoriales, estableciendo un sistema complejo, de carácter feudal, tras el anárquico o al menos caprichoso reparto de extensas propiedades entre reyes, clero, órdenes militares y nobleza: los nuevos señores de la tierra.
Medina García, Eusebio: “Orígenes históricos y ambigüedad de la frontera hispano-lusa (La Raya)” Págs. 717 y 718. En Revista de Estudios Extremeños, Año 2006 Tomo LXII. Número II Mayo-Agosto
18.1.12
Fuera
Se va yendo la luz. Es Castilla: soledad y atardeceres. La fiesta termina con una chocolatada. La hacemos en el horno de la Plaza, al que aquí llamaban del fontano. Era un horno comunal, como tantas otras cosas en este pueblo, cuyo uso correspondía, por días, a diferentes familias. De la pobreza se sale trabajando, eso está claro, pero a la pobreza sólo se sobrevive cooperando. Los modelos de gestión aquí son todos en común: el agua, los pastos, el horno... Hasta que llegó el Estado moderno, con su estúpida palabrería y se lo quedó todo a cambio de promesas imposibles de cumplir. El Registro no admite con facilidad estos tipos de propiedad, y ahora el Ayuntamiento dice que las cosas comunes son suyas, como si ellos fueran en verdad el común de los vecinos. Aquí aprendimos a mirar al poder como a un enemigo. A desconfiar de los que mandan. Manolo ha encendido el horno a media tarde. Manolo, un hombre también de otra pasta, me pide que le traiga alguna foto impresa en la que sale él. Tengo que acordarme. Con el horno encendido, el olor a leña llega hasta la plaza. El chocolate y los bizcochos: Noel, claro, de Lerma. Nos juntamos y cada vez hay menos luz. Sigue la tos. Y mientras me atrapa la lumbre, recuerdo los hermosos versos de César Antonio Molina, escritos en ese hermoso latín que creció aquí cerca: "Construíron tan altos edificios / que dende ningún punto / se ve xa o faro da miña infancia. / Hoxe a luz estrélase / contra os grandes broques de cemento".
Aquí no llegó el progreso, por eso teníamos aún el horno caído y lo hemos podido recuperar.
PS: Perder lo que nunca fue nuestro. Es bueno Azúa. Muy bueno
17.1.12
Dentro
Hace frío. Las viejas Iglesias de Castilla. No hay lugares así. Las mujeres siguen colocándose en un lado y los hombres al otro. No somos más de cincuenta. Tantos años después, ningún acto es capaz de convocar a más gente en un pueblo que una misa. Es San Amaro. El Santo que curaba, el que sanaba. El de los exvotos. La talla es de madera y está ya preparada para la procesión. La imagen nos lo muestra tonsurado. Me susurra Lauru que la devoción la debieron de traer canteros gallegos, que llegaron aquí a trabajar. Ir de pascuas a ramos a misa me ha convertido en un devoto seguidor de las pocas eucaristías a las que acudo. La lectura es de una de las cartas de San Pablo a los de Filipos, habitantes de la primera iglesia que hubo en Europa. Un tipo fascinante, Pablo de Tarso. El hombre que empezó a construir el cristianismo. Algún día me pondré con él. El sacerdote reivindica, entre el frío de la mañana de enero, el carácter total de la entrega a Cristo. No dejamos de toser. Su sermón es quizá demasiado elevado. Hay que adaptar el discurso a la audiencia, pienso mientras intento atenderlo. Acaba la misa y sacamos en procesión a Mauro. O a Amaro. O a Amauro, como decían aquí, a veces, los viejos del lugar. Es una procesión breve, embellecida por la luz del invierno, el olor a pólvora y la cadencia melancólica de los cohetes y las bombas. El santo vuelve a su altar, cercano al San Pedro que quizá alguien trajo del pueblo maldito al que dios castigó por sus pecados. El santo vuelve a su altar y nosotros nos preparamos para la tarde.
Esa tos...
14.1.12
vovlerás a región...
Vine a Sanabria porque me dijeron que acá vivía mi padre, hubiera escrito Juan Rulfo si hubiera nacido aquí, como hemos hecho todos. Yo vine porque estamos de fiesta. Porque conmemoramos a San Amauro, como se le llamaba por aquí: el santo legendario, vaya usted a saber si francés, gallego o asiático, siempre viajero, que sanaba los cuerpos y purificaba las almas.
La devoción al santo en la zona venía de antiguo.Algunos días antes de la fiesta, me cuenta mi padre, un par de vecinos iban por otros pueblos cercanos (San Martín, Terroso y sobre todo Requejo, donde había una gran devoción) pidiendo para celebrar la fiesta. El día del Santo, varios sacerdotes de los pueblos vecinos (Cobreros, Requejo, Sotillo, San Román, San Miguel…) acudían a concelebrar la Misa en la Parroquia. El santo tenía fama de milagroso para curar enfermedades; por ello, ese día, los fieles llevaban exvotos de cera con la forma del miembro afectado: un brazo, un pie, una mano, y allí lo dejaban, delante del mismo. Terminada la misa, el santo era sacado en procesión por las cercanías de la Parroquia y a la tarde solía hacerse baile, en la Plaza.
Ahora el pueblo está vacío y apenas se consigue llenar la iglesia. Eso sí, por la tarde, un chocolate para entrar en calor. Hace frío en Castilla y este año la fiesta es especial. Bajamos al Mercado. En el bar de siempre, alguien me recuerda un dicho: los de tu pueblo, boca del diablo, que mataron siete vacas para San Amauro. Mi padre sonríe. Eso es todo.
10.12.11
Especulando, en todos los sentidos...
Papeles. Cuanto más leo, más se invalidan mis hipótesis de historiador a la violeta, erudito diletante a ratos muertos. Hubo desamortización en el mi pueblo. Vaya que si la hubo. Y compradores ilustres. Las ventas, los robos en realidad, se ampararon en dos leyes aprobadas durante el bienio progresista: la ley de uno de mayo de 1855, y la de once de julio del año siguiente. Se hicieron lotes y se pusieron a la venta. A finales de 1876 gran parte de estos lotes, no sé si todos, fueron comprados por un zamorano. Compró fincas, muchas, y compró rentas también procedentes tanto de la Cofradía de las Ánimas como de la Virgen de la Portería.
El comprador era un tipo interesante que formaba parte de la élite económica de la ciudad: Ramón Zorrilla del Árbol. Creo que compró para especular. Y creo que en algún momento vendió las fincas a las familias poderosas del pueblo. Un personaje Zorrilla, nacido en 1819, creo que ya formaba parte de la Milicia Nacional con apenas veinticuatro años. Cuando un oscuro ingeniero logroñés llamado Práxedes llegó a Zamora, debieron de hacerse amigos, aunque tengo la sensación de que Ramón evolucionó hacia posiciones más templadas. Teniente de alcalde del Ayuntamiento zamorano en 1851. En 1865 es miembro del Comité del Partido Progresista en Zamora. Un hombre de Sagasta, supongo, que es nombrado alcalde de la ciudad en 1885.
¿Qué hacía un tipo así comprando bienes en mi pueblo? A ver si saco un rato y consigo escribir algo sobre él
7.12.11
Mirar y ver...
Mirar. Aprender a mirar. Pasamos miles de veces por los mismos sitios y no nos damos cuenta de nada. Yo el primero. A veces, antes de mirar, hay que escuchar. A mí me pasó en verano. Alguien me habló del castro, de pasada, mientras dábamos un paseo por el pueblo. Era septiembre y entonces todavía la Sanabria resplandecía. A veces parece que no oigo, pero algunas cosas se me quedan. Un castro. En el mi pueblo. ¡Qué falta de respeto!, y yo sin presentarme, sin conocernos, tantos años después. Así que había que ir. Y fuimos. Está a las afueras, excéntrico no sólo del pueblo sino incluso del barrio que formaron los francos en él, varios siglos atrás. Pero es un castro de libro. Lo subimos. Lo bajamos. Me senté. Toqué las rocas. Olí el musgo. Lamenté no saber dibujar para poder pintarlo como es ahora y como pudo haber sido hace treinta siglos. Se ve el castro de la Puebla, perfectamente. Es fácil de defender y uno es capaz de imaginar incluso algunas estructuras en forma de terraza que quizá son restos de lo que aquí hubo. El castro hoy es comunal. Quizá su nombre y su carácter y uso expliquen que en lo que ahora es el mi pueblo hubo también un castro. Uno más. Cerca del de Avitiello, a pocos quilómetros del Castro de Sanabria. Había que defenderse. El Camino Antonino siempre ha sido la ruta por la que aquí han llegado los metecos y no siempre con buenas intenciones.
Estaba oscureciendo ya cuando dejamos el castro atrás. Me di la vuelta para despedirlo. Ahora que nos conocemos, vendré a saludarlo de vez en cuando.
PS: Iñaki Martín Viso escribió: “En época prerromana y romana se detectan vestigios en algunos castros cercanos a los núcleos actuales, pero posiblemente abandonados con anterioridad. Así sucede con Moreruela de Tábara, Otero de los Centenos (Carballeda), Sampil (Sanabria), Tábara y Vime de Sanabria. Una hipótesis es que la cercanía de los castros, desfuncionalizados para la época altomedieval, se inscribiera en un proceso de transformación del hábitat en el que se abandonan los castros a favor de asentamientos en llano”
7.11.11
Una historia lejana, a la sombra de una sobremesa...
Bautizamos a Aleix. Como voy poco a misa, presto atención cada vez que entro en una Iglesia. Las buenas personas, cuando son sacerdotes, saben transmitir una paz que no está al alcance de todos. Acabamos el bautizo y fuimos a almorzar. Y a mí, que soy el que lleva gafas en la familia, me sentaron con el sacerdote. Se nos fue el almuerzo charlando sobre la vida, sobre el pasado de nuestra tierra, su oscuro presente, su incierto futuro. No salió, claro, la emigración, como nos sale siempre. Hablar de la Sanabria es hablar de gente que se ha ido. Y me contó una historia. Una historia que, como todas las historias que son verdad (yosi dixit) es una historia triste.
Él se llamó Miguel. Y ella se llamaba Dolores. Sucedió hace muchos años. Ambos debieron de nacer a finales del XIX o ya a principios del XX. En el mi pueblo. Los dos. Se criaron casi juntos. Y se enamoraron. Son cosas que pasan. Uno no puede andar sintiéndose todo el día culpable por amar. Las cosas hermosas son hermosas, aunque socialmente no estén bien vistas. La familia de ella no quería aquella boda. No, bajo ningún concepto. Así que la mandaron a la Argentina con una tía suya. Así, con dos cojones y a la brava.
Dolores iba a embarcar. Cuando él lo supo, salió detrás de ella, hasta llegar al puerto de Vigo, pero era tarde: Dolores ya había embarcado. Volvió al pueblo, a rumiar su derrota. Se casaron con otros. Ella en los Buenos Aires europeos de los años veinte. Él en su pueblo. Tuvieron hijos y vivieron vidas largas. Los dos. Ella no volvió, creo, nunca a España. Él nunca fue a la Argentina. Miguel tuvo hijos, varios, y llegó a conocer a muchos nietos y creo que a algún bisnieto. Varios de sus nietos son gente amiga mía, a la que respeto, admiro y aprecio. Dolores también tuvo hijos. Y luego nietos. Un día, cuando Miguel era ya mayor, mi interlocutor le preguntó si aquella historia que se contaba de su amor de juventud era real, aquella escapada a Vigo, aquel amor imposible. “Claro, -le dijo muy serio-. Siempre la quise. Tantos años después sigo recordándola muchas mañanas”. Hace poco una hija de ella vino a España. La misma pregunta. La misma respuesta. Claro, mi madre siempre lo amó, en la distancia. Las personas que se aman no se olvidan. Jamás”.
Apuramos el pacharán y seguimos charlando. Oscurece Madrid. Es noviembre. Miro por la ventana y recuerdo que Claudio Rodríguez escribió un poema que principiaba “Llega otra vez noviembre, que es el mes que más quiero” y que luego seguía “Y encontrar una calle en una boca, / una casa en un cuerpo [...]”
20.10.11
Quince años ya...
Era hija del ti Miguleán. Cuando nació, a principios del siglo XX, las mujeres eran poco relevantes. Tan poco relevantes, que ni siquiera fue inscrita en el Registro Civil del Ayuntamiento. Su madre murió pronto, cuando ella era aún una niña. Su padre, ya lo conté, marchó a Madrid. Las dejó a ella, que apenas tenía trece años, y a sus hermanas a cargo de vecinos y parientes, y antes pudo escribir en un papel que las hacía sus herederas por si le pasaba algo. Se hizo mujer. Y se prometió con su primo. El prometido marchó a África. A la maldita guerra de África. Volvió. Ella lo esperó. “Era tan buen mozo” me contaba a mediados de los años noventa, mientras charlábamos en la Pradera, al serano en la tarde. Se casaron. Tuvieron tres hijos. En la guerra civil, mataron a su cuñado. Uno de los hijos murió de niño. Los otros dos emigraron. Lejos. Ella y su marido se quedaron en la Sanabria. Era su tierra. Sus hijos volvieron. Todos los años. Llegaron los nietos. Yo la conocí ya mayor, claro, era mi abuela. La recuerdo bondadosa, con esa sonrisa que sólo ahora soy capaz de entender que algunas mujeres tienen y que les acompaña de por vida.
Nunca aprendió a leer. Ni a escribir. No lo necesitó. Era bondadosa. Cuando frisaba los noventa años, su nieto pequeño le preguntaba por su vida, qué cosas, debía pensar, este niño, con sus gafas y su universidad. Siempre sonreía. Me contaba que tocaba la pandereta de pequeña. Y que le gustaba mucho bailar. Una mujer sanabresa bailando: la imagino y me pasan por la cabeza sanabresas de varias épocas, bailando en una kermés en 1910 o en una fiesta en 2018, qué más da.
Se hizo mayor. Poco a poco. Sin dramas. Con dignidad. La última vez que la vi dormía, cansadita como estaba, en la escañeta de su cocina. Fue una premonición. Imaginé que quizá no volvería a verla despierta.
Murió hoy hace quince años. Y la traigo de vuelta porque la recuerdo con una sonrisa bondadosa en los labios. Martín Amis me contó una vez que, con independencia del cielo o del infierno, cuando mueren, los hombres van al corazón de las personas que los recuerdan. Y ahí sigue mi abuela, quince años después.
24.9.11
De un mundo a otro dando un paseo...
Llega uno a la reunión tan trajeado, con tantos móviles, tan deprimido por la realidad laboral, tan moderno, tan postmoderno, tan urbano…
Llega uno a la reunión y se encuentra de repente trasportado al Antiguo Régimen. A la Comunidad. Al mundo premoderno. Y hablan y escucho sin parar. Y encontramos gente conocida. Y anécdotas. Y personas a la que uno identifica sólo por el apodo. Y pueblos. Y abuelos. Y escritores, como ese Torga de leyenda al que algún día iremos a presentar nuestros respetos. Y judíos, muchos judíos. Y creencias. Y casamientos inesperados. Y miradas que atrapan, sacadas de hace dos siglos, como en un relato de Borges. Y ves a un amigo con una kipá encima. Y pueblos que aparecieron de la nada. Y motes. Y tareas. Y el amor a una tierra dura. Ingrata. Una tierra, esta, que no nos recodará cuando nos hayamos ido. Una tierra, una identidad, como una cárcel, como una maldición, es cierto, pero también como una bendición. Un mástil al que atarse cuando las sirenas canten. Un lugar al que volver. Un lugar sin el que nadie sería capaz de explicarme. O de explicarnos. Porque sigue la conversación y me doy cuenta de qué parecidos somos todos: los mismos sueños. Las mismas ilusiones. En nuestras utopías no salen grandes chalés adosados, ni aparece por ningún lado la periferia de Madrid, ni siquiera la playa. No. En nuestros sueños aparece un salón con una mesa. Y a la mesa sentada, apurando un café, gente que aún no conocemos, o gente que acabamos de conocer, o gente que conocemos desde hace mucho tiempo, aunque nunca los hayamos visto. Aparece también una escañeta. Quizá en La Casa de Llanos, la misma casa que tengo delante mientras escribo estas líneas y la luz pura del otoño recién llegado cae sobre la Sanabria. O quizá La Casa del Barrio, quien sabe.
¿Es bonito soñar, verdad?
PS: Este es un falso dilema. Se puede ser cosmopolita y a la vez localista, -como Dalí, que era profundamente ampurdanés-. Es más, creo que uno necesita enraizarse con su patria chica para navegar sensatamente en las aguas del “internet” cosmopolita. Provinciano es el que siendo de Madrid quiere parecer neoyorquino. Decía Oscar Wilde que nadie puede interesar a los demás si no es genuino […]
Racionero, Luis: El progreso decadente. Repaso al siglo XX. Espasa, Madrid, 2000. Págs. 114-115
23.8.11
Cosas de agosto en la Sanabria
Bajar dando un paseo al Campo. Encontrate con Cesitar, echo un bigardo ya, el tío, con su novia, de Santurce. Me he venido todo el mes, joder, vaya fiestas que tenéis, nos tenemos que tomar algo eh!, charlar un rato con el pequeño de Pepe, me bajé con el niño a las diez a las colchonetas y aquí sigue. Ver a Miguel Ángel, está bien, fuimos a la playita de Requejo, hay cada vez más cosas por aquí, ver a Tere, cuánto hace que no venía por aquí, invitar a una copa a farias, echar de menos, tomarte algo con lucía, la hermana del más generoso de los hombres, recordar con David aquellas fiestas con quince años, ver cómo el grupo homenajea a los alevines, que han ganado el campeonato de futbol de la comarca, bailar Mago de Oz, compartir confidencias con el Coronel, que está como un gato en una matanza, tomar un gintonic con el ingeniero sanabrés, seguir el bingo con desgana, comer una hamburguesa con hambre, subir una foto a facebook, ver de lejos a la prima, pedirle otra al grupo, hacer fotos con Monfer, reírse de las cobras. Que te den finalmente las siete de la mañana, subir a casa reventado.
Hay cosas que no tienen precio.
19.8.11
Aperitivo de las lecturas que habrá...
Ando también desentrañando la historia de la sierra de mi pueblo. Un nombre legendario: la sierra Sospacio. A sus pies, lo que llamaban aquí en la Edad Media el “lago-mar”. Memoria oral en el pueblo: la sierra era nuestra pero hubo que comprársela cuando la desamortización a la Marquesa de Pidal. No fue exactamente así. Hasta donde hoy sé, no hubo desamortización. Verán, la sierra era de los Benavente, y es posible que ya cuando accedieron a ella, allá por el siglo XV, hubiera una servidumbre de uso del ganado por parte de los pueblos aledaños. Quizá un derecho de cuando la presura; de cuando aquí vinieron gentes de Asturias, de Castilla, gentes que trabajan el cobre, otros el hierro…
En plena guerra carlista, el Estado cristino permitió que los nobles con señoríos territoriales legalizaran sus posesiones en el Registro de la Propiedad, para así ganárselos para la causa. De esta manera, los Benavente-Osuna pudieron llevar a los libros sus enormes posesiones en estas tierras. Cuando Osuna el Grande, el hombre al que recuerdo porque tiraba las vajillas al Neva, el hombre de los caprichos, la puso de garantía de un préstamo que le hizo el Marqués de Pidal, empezó a firmar su sentencia de muerte. No pudo devolverlo y los Pidal pidieron la ejecución del préstamo, en los años ochenta del XIX. LA sierra sale a subasta y la compran los Pidal, por un 30% del precio de tasación. En los años noventa, concretamente en 1894, los Pidal denuncian a los pueblos ribereños, que aseguran que tienen derecho a pastar allí sus ganados. Probablemente tenían razón. No sé cómo acabó el juicio. Probablemente perdieron los pueblos. Mala es esta justicia, dicen por aquí, si por lo que a unos premia, a otros se los castiga. Después, como en un relato de Borges, sólo encuentro silencio. Hasta que ya aparece la generación de mis bisabuelos. Los dos que eran de aquí, firmando la compra comunal que estos pueblos hicieron en el enero de 1920 a la señora Bernaldo de Quirós y González de Cienfuegos, Marquesa viuda de Pidal. Hubieron de pagar por lo que ya era suyo. Una hermosa metáfora de la llegada de la modernidad a estas tierras. Sigo leyendo, de noche, cuando nadie me ve, cuando nadie me nombra. Cuando nadie me recuerda. A ver si leyendo más soy capaz de sacar alguna cosa más en claro,antes de proceder a dictarlo tumbado en la cama. Le iré contando, claro, desocupado lector. Desocupada lectora
PS: "Demanda al juzgado que presenta D. José Rodríguez, procurador de los tribunales, en nombre de los Excmos. Srs. D. Luis Pidal y Mon, Marqués de Pidal, y D. Alejandro Pidal y Mon […] contra los pueblos de […] Santa Colomba, Avedillo, Cobreros, […], Puente del Mercado, […], San Juan de la Cuesta, […], Cervantes, Paramio […] en solicitud de que declare que ninguno de los espresados (sic) pueblos tienen derecho a que sus ganados pasten en las sierras de Sospacio y Gamoneda, propiedad de mis representados".
6.8.11
Sumergirse
3.8.11
Excursión mañanera....
Amanecía y nos pusimos en marcha. Verán, mi pueblo, como todos los pueblos, tiene una historia. Y unos mitos. Y unas leyendas. Poca gente los conoce ya: los años y la emigración han sido crueles con su patrimonio cultural y en pocos años nadie sabrá ya siquiera identificar por su nombre las cosas. En pocos años, el mundo rural sanabrés será como el Macondo que describe García Márquez al inicio de su novela, y el mundo será tan reciente que muchas cosas carecerán otra vez de nombre, y para mencionarlas habrá que señalarlas con el dedo. Mi pueblo, además, se hizo contra la naturaleza. Como todos los pueblos, nada extraño por tanto: somos humanos porque llevamos miles de años luchando contra un enemigo cruel e implacable llamado el medio, que en cuanto puede nos recuerda quien es el dueño de todo esto. Como cada vez hay menos gente, la naturaleza va reclamando su espacio, y se va comiendo poco a poco todo lo que aquí costó un milenio levantar.
Nos pusimos en marcha. Amanecía. Venía Claudio Rodríguez con nosotros: Yo me pregunto a veces si la noche / se cierra al mundo para abrirse o si algo / la abre tan de repente que nosotros / no llegamos a su alba, […]”
Entre mi pueblo y el pueblo vecino hubo un pueblo misterioso que desapareció, probablemente en el XIV: San Pedro del Villar. Qué siglo tan fascinante para estas tierras. Nos pusimos en marcha, primero con un todo terreno, luego andando. Apenas se ven ya las roderas. No quedan cultivos y la masa forestal se lo va tragando todo. Iba con el Doctor, escuchando sus explicaciones. Salimos de su finca y paramos cerca de los Prados de San Pedro. Ahí nos pusimos a andar, hasta que llegamos a la Ermita. Ahora es sólo una tierra más, pero el hecho de estar en un cerrado y de que apenas hay árboles indica que quizá estuvo la Ermita de San Pedro esa ermita de la que quizá salió la piedra de la casa cural en el Barrio. Intentamos acercarnos a La Torre. Otro topónimo fascinante. Sólo hay monte en derredor nuestro. Y lo que a estas horas queda del relente de julio, hubiera escrito el poeta. No podemos subir, está ahí, como a doscientos metros, pero tardaríamos mucho, me dice el Doctor. Seguimos paseando hacia el sur y vamos viendo los prados de San Pedro, ahora desde un lado. El camino ya no existe. En esta España no hay dinero para mantener abiertos los caminos en los pueblos. Cuando la civilización desaparece, lo primero que se pierden son los caminos. Se ve la Puebla desde aquí, y se ve también cercano mi pueblo. Quizá San Pedro fuera anterior al mío; está más escondido. Quizá de aquí venían los fundadores del mío. No lo sé, y quizá nunca los sepamos ya.
Emprendemos la vuelta. Se nos va echando el sol encima. Nos conjuramos para volver en el otoño. San Pedro nos esperará aquí, como lleva esperando más de cuatro siglos.
PD: Borges habló de aquellas cosas “ciegas y extrañamente sigilosas! / Durarán más allá de nuestro olvido; / no sabrán nunca que nos hemos ido".