La
siguiente parada en la ruta de acoplamiento a Madrid fue el Nacional
del Prado.
Dos exposiciones en una. El último Rafael. Aquel pintor al que se comió la historia a partir de
mediados del XIX y cuyos últimos años son oscuros, pues muchas de sus obras no
son suyas sino que lo son de su taller, con pequeñas aportaciones del maestro.
Es revolucionaria la idea de un taller: un grupo de hombres que trabaja a los
dictados del genio y que permite mantener una imagen de marca que cubra las
demandas que el mercado plantea. Paseando por la exposición se nos cruzaban los
médicis, ahora que
ando liado con la Sangre de abril. Hay detalles en las obras, como esa mirada de Baltasar Castiglione, pero el gusto de Rafael se ha alejado
demasiado del nuestro. Él, que fue el más grande, ya no es Caravaggio, ni Miguel Ángel, ni siquiera Leonardo.
Quizá sea verdad que cada época relee la historia y relee el arte que otras
generaciones le legaron. Y quizá no sea esta la época para apreciar a Rafael,
el pintor que fue durante siglos la estrella del museo del Prado.
Cambian
los tiempos y cambian los hombres…
PS:
asumir la imperfección. Grande Gomá.
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