1.3.16

Agujas apagadas

Me hice con La aguja dorada de Montserrat Roig a través de un proceso tortuoso que incluyó la compra de un ejemplar de segunda mano en una librería lejana. Una historia sobre el sitio de Leningrado durante la Segunda Guerra mundial, narrada por una periodista catalana que visita la ciudad en 1980, utilizando como título la característica imagen de la cúpula del Almirantazgo de la ciudad. 

Es complicado hacer literatura de viajes. Y lo es porque los libros a veces no envejecen bien. Me ha gustado este libro, aunque creo que los años se le han ido cayendo encima. En realidad, aquí nos encontramos con dos libros: el del viaje en sí (con el intérprete Nokolai durante la primera parte del viaje como ejemplo del homo sovieticus) y el de la reconstrucción del horror del sitio. Dos libros en uno reflejando dos mundos ya igual de lejanos para el lector.

La autora, militante comunista durante su juventud, describe con fuerza el horror del sitio al que los nazis sometieron a la ciudad. Y esa es quizá la parte más interesante de todo el texto: esos relatos que permiten ponerle cara y ojos a los más de seiscientos mil civiles asesinados por culpa de los nazis mientras resistían en su ciudad; seiscientas mil historias de hambre, horror y frío. Madres que mueren congeladas y cuyo único temor es que nadie se coma a sus hijos pequeños. Padres que no vuelven de la cola del pan. Hijas que enloquecen de hambre. Personas que nada sospechaban aquel verano de 1941 cuando oyeron por la radio que empezaba una cosa que parecía lejana: la guerra. Muchas vivencias son claramente generacionales, y esa es buena enseñanza del libro: toda la gente que vivió el sitio fue durante toda su vida una superviviente de aquel horror nazi. Al igual que todos aquellos que vivieron la terrible guerra civil en España fueran durante toda su vida hijos de aquella guerra.

Pero hay algo en el libro, quizá en la autora, que hace desconfiar al lector. Esa imagen del buen salvaje, esa imagen del decadente occidental que encuentra la pureza lejos de las comodidades: habla de Valeri, el intérprete que sustituye a Nikolai y señala que "tenía la clase de bondad que en Occidente denominan, pedantemente, naive. No había sido corrompido. Y sus sueños eran limpios". La autora ve en la decrépita Leningrado del final del comunismo (aquella sociedad en la que no había ni pañales), una "moral colectiva, intuitiva y eficaz", y llama de manera constante Revolución al golpe de Estado bolchevique de 1917 contra la precaria democracia rusa.  

No conocía a Roig, de quien ahora descubro que murió de cáncer al poco tiempo de publicar el libro y con apenas cuarenta y cinco años.

Una buena lectura, quizá envejecida, para acercarse a una ciudad que a mí al menos me fascina desde hace décadas. 

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