5.8.11

Oda a la hospitalidad, hoy que es viernes de agosto

Algún día hubiera escrito un libro (digo hubiera porque ya voy teniendo claro que nunca lo haré) y lo hubiera titulado “oda a la hospitalidad”. Un concepto bien castellano. O bien humano, que no quiero fronteras ni polémicas. Ser hospitalario. Recibir con las manos abiertas. Compartir el pan. No es ningún código, qué va; es puro sentido común. Lo que uno aprendió de sus mayores: esa ferretería, cualquier día de invierno, donde el cliente siempre tenía café esperándolo para que no tuviera prisa en volver. Me gana la gente hospitalaria, no puedo evitarlo. Me gana la gente que te recibe con los brazos abiertos. Me gana la gente que va a recogerte a Barajas y nada más montar en el coche te dice: vienes a comer a casa, que tengo unos gambones de primera. Me gana la gente que te ofrece lo suyo, sea mucho o poco. Que comparte lo que tiene, que es una forma de compartir lo que uno es.

Por eso adoro a la gente que tiene siempre su casa abierta. Esas casas en las que siempre hay gente, entrando y saliendo. Casas en las que uno no se siente nunca extraño. Ni forastero. Ser como el niño que recibe emocionado a las visitas, te coge de la manga y corre a enseñarte su habitación, bajando las escaleras. Soñar con una casa así, dentro de unos años.

Quizá es que me pesa el fondo seminarista y sigo recordando aquel precepto evangélico del valor de cuando uno, siendo forastero, fue acogido por los justos.

O quizá todo sea más sencillo y la clave es que nunca olvidé aquella letra del último cuando era el último: “Todo tiene quien todo da. / Nada espero, nada sé, / nada tengo, sólo fe. / Y donde estemos, saber estar; / aunque sea ingenuo, no codiciar. / Nunca ceder ante la adversidad. / Quiero tener la alegría / del que está en paz".

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