El
magnífico libro de Robert D Kaplan cierra su viaje por tierra, mar y aire, y quizá no sea casualidad, con un
detallado análisis sobre la situación en la península coreana. Una península en la que, cincuenta años después del final de la guerra, seguía habiendo decenas de miles de
soldados de los EEUU allí estacionados. El resultado es un ejército, el surcoreano, moderno y competitivo, extraordinariamente
semejante al de los EEUU (lo que hubiera podido acabar siendo el ejército iraquí en
otras circunstancias). En frente, un régimen que, como dice un profesor en el
libro está dirigido por “una pandilla de asesinos sumamente sensata”.
La Corea comunista. La Corea del Norte. Una cruel dictadura que se ha ido heredando de manera biológica a sí misma, con
lo que se han evitado las luchas internas que podían debilitar al régimen y
que, sobre todo, ha visto que las aperturas de los sistemas totalitarios
comunistas (valga la redundancia) han acabado siempre con la caída de dichos
sistemas. Así pues, no tienen ningún
incentivo para cambiar. Ni para abrir las ventanas. La caída de Ceaucescu
también les enseñó que hay que hay que tener dominado por completo al ejército. Al norte está China, que no tiene interés
en ver caer a los Kim y en tener que hacerse cargo de alimentar al día
siguiente a una nación famélica de la que todo el mundo huirá en cuanto caigan
las alambradas.
Algunos nombres que el autor maneja en el libro, más allá de la
zona más altamente militarizada del mundo, quizá nos acaben siendo
familiares en el futuro: Uijongbu, por donde los comunistas cruzarían el Han en su camino a
Seul, o el Yalu, el río que marca la frontera entre el norte y la China actual.
Quizá nuestra generación viva allí un conflicto que no somos capaces ni siquiera de imaginar...
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