5.9.09

Clásicos agostiles (II)

La tele.

Veo poco la tele, en general. Desde hace meses, nuestro prime time se nos va viendo series de televisión: no hay anuncios y así es uno el que elige a qué hora empieza y a qué hora acaba el programa. Todo empezó en realidad como una venganza contra los programadores, que fueron retrasando el inicio de las series hasta las diez y media de la noche sin previo aviso. Y así no hay que madrugue luego.

El caso es que este verano estaba un día por la mañana en un Bar (Los Meleiros, se lo recomiendo, el wifi más veloz de toda la Sanabria). Tenían puesto tele cinco. Debían de ser las once de la mañana. De agosto. Era una especie de concurso. Un varón con los ojos vendados. Un montón de lobas. Cada una de le daba un muerdo, así, como suena, con lengua y bastante duradero. Con la cámara sin perder detalle. Al acabar la ronda, el macho alfa se quitaba la venda y, tras las preguntas de rigor de la (¿?) presentadora elegía a la hembra preferida en función de la experiencia salivar. No sé si luego follaban en directo porque me fui, pero imagino que ese el siguiente paso y no creo que los (¿?) programadores de las distintas cadenas tarden en llegar.

Pero pensé, joder, menos mal que las televisiones privadas en España no las regula el mercado salvaje, libre y neoliberal, sino que se trata de un servicio público esencial cuya titularidad corresponde al Estado, y cuya gestión corresponde a sociedades anónimas en régimen de concesión administrativa. Gracias a ello estamos todos protegidos contra la ordinariez del mercado.

Vive Dios.

PS: Como escribió el dramaturgo alemán Schiller: “Cualquier persona tomada como individuo es razonablemente sensata y moderada; si forma parte de una multitud, se convierte de inmediato en un bruto”.

Diamond, Jared: Colapso, por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen. Barcelona, Círculo de Lectores, 2006. Página 563.

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