8.4.11

Memoria de cuando las fronteras eran móviles (I)

Era, (fue), otro tiempo. No había fronteras en el sentido moderno del término y el mundo era tan reciente que, hubiera escrito García Márquez, a las cosas había que señalarlas con el dedo para nombrarlas.

En una tierra como la nuestra, además, la frontera era móvil. Y volante. Las tierras de la Sanabria o las tierras de la Braganza. Nosotros le decíamos, y aún mi tía lo repite, Berganza. Eran las fronteras de zona. Siglos después llegaron de lejos a trazarlas con exactitud: ese árbol mío, ese río tuyo, pero durante mucho tiempo no fue así. No podía serlo...

A mediados del XIV, con la independencia borgoñona del condado Portucalense sólidamente asentada, el rey Alfonso IV de Portugal intentó poner fin a este sindios. Llegaron tenentes del rey. Esto es mío y esto otro es de mi primo el rey de castilla. Casado además con una hija del rey castellano, e hijo asimismo de una princesa aragonesa, urgía poner orden y dejar claras las cosas, para saber a quien se le podía exigir lealtad y dinero y a quien no…

La frontera se trazó. Y aquellos pueblos que había los ubicaron en uno u otro lado. Alguien dijo que San Ciprián, la Tejera y Hermsidende eran del rey portugués. Y así se hizo. En el pueblo aún la gente lo recuerda. “Aquí fuimos portugueses”, me decían en un bar hace ya casi veinte años, cuando yo iba descubriendo la mi comarca en compañía, dónde andarán, de Roque Barciela, mi cuñado Toño y a veces incluso el mile.

Fueron portugueses. Pero en aquellos tiempos, aún lo recuerdo, ser portugués no era nada. Como ser castellano, o aragonés. Y no digamos nada vasco o catalán. Uno era súbdito de su Rey, y ya está; mi la lengua importaba, ni el espacio ni el tiempo.

Pasaron los años. Las décadas. Y aquellos tres pueblecitos de la Alta Sanabria eran, qué cosas, portugueses. Tras las Cortes de Tomar, el Rey Prudente consiguió unir los reinos de la península en la Hispania soñada por Hernando de Acuña y por tantos otros: un monarca, un imperio y una espada.

Así que aquí volvió a no haber frontera. Hasta que, ya lo contamos aquí, un montón de nobles resentidos se rebelaron contra su Rey, en un época en la que hacerlo era como desafiar a dios. La noticia de la revuelta del inepto Juan de Braganza tardó casi dos semanas en llegar a la zona. Casi todo el concejo de Braganza y su tierra se sumaron. Dios lo remedie y convierta a la cristiandad, dejo escrito el Doctor Melchor Puig, un médico que se encontraba en la ciudad portuguesa aquel día. Era la crisis del barroco, aunque entonces no nos dábamos ni cuenta. Pero no todos se sumaron. Algunos pueblos permanecieron fieles a su Rey, que era lo forma, pensaban, de seguir fieles a su Dios. Quizá nunca sepamos porqué, pero me gustar recordar y pensar que fue porque sabían lo que estaba en juego. No les importaba el idioma. Quizá sólo intuían que es mejor tener lejos al poder central. Y mejor un monarca en Madrid que uno el Lisboa. Mejor pasar desapercibido en un Imperio grande que en un Imperio medio. Qué más da quién mande si nadie nos hará nunca caso.

Y llegó la guerra...


PS: “Ayer aparecieron dos soldados a caballo, llegaron a la casa del consistorio y mandaron llamar al Juez y regidores, y leídas las provisiones que traían, salieron todos con ¡Viva el Rey D. Juan Cuarto de Portugal!. Y tocaron las campanas de la ciudad y echaron pregones con pena de muerte para que todos pusiesen luminarias. Esto pasa en este Reino. Dios lo remedie y convierta a la Cristiandad” (carta del doctor Melchor Puig, vecino de Braganza, al Marqués de Oropesa. Fechada en Braganza el 17 de diciembre de 1640

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