Fuimos al Prado. El mejor legado de un mal rey. Se acababa la Exposición de Chardin y no quería dejar pasar otra más sin aparecer por allí. Un paseo por el Prado es un paseo por la la vida. Por lo que somos y por lo que fuimos. Esta vez, además, iba acompañado de un artista, con lo que todo era más fácil de entender. Chardin. El hombre de los blancos luminosos. Deslumbrantes. El artista va explicando, con paciencia, muchos de los detalles de cada uno de los cuadros: el motivo de ese fondo difuminado, la ausencia de luz en esta esquina, la dificultad de pintar aquel detalle... Chardin fue un hombre perdido entre dos mundos: un barroco que se iba y una modernidad que llegaba. Lo que más me impresiona son sus blancos. La luminosidad de alguno de sus cuadros. Esa cesta de fresas salvajes. Esa joven maestra de escuela. El nacimiento de la infancia como concepto, tal y como nos mostró Carmen Iglesias hace tiempo. El tiempo detenido. Personajes centrados en lo que hacen: enseñar, mirar, pintar…
Acabamos la exposición y damos un paseo por el museo. Llevo al artista a ver mis rincones favoritos. Ese Conde Duque que no deja de mirarte desde que entras en la Sala número 12. Esa rendición en Breda, mostrando cómo entendía la política la Monarquía Hispánica, o ese cuadro en el que, como en un relato de Borges, los espectadores son los que están siendo dibujados, y el público es el que está en el lienzo.
Se nos hace tarde. Salimos por la puerta de Jerónimos, pese a los malos recuerdos que le tengo. El Prado, aun así, seguirá siendo mío. Un museo al que volver cada poco. Ir una vez en la vida es no haberse enterado de nada. No ser capaz de descubrir, de que alguien te cuente al oído sus misterios. Y al salir, unos regalos para Elicia. Que ya es capaz de identificar el Museo cuando lo ve por la tele. Cuatro años ya. Cómo pasa el tiempo.
PS: cuanto más leo a Molina, más me pregunto: ¿qué hacía este hombre de ministro en un gobierno como el de Zapatero?
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