17.2.11

La violencia

La violencia física. Algo que me queda lejos. Muy lejos. No sé si le he contado alguna vez, desocupado lector, que cuando era niño, allá en el internado allá en la Peña más fiel de Castilla, a donde me llevó el hijo de “tia Contempla”, uno de los bobos de clase me desafió públicamente y claro, a unas edades el honor es lo primero. Total, que empujado por el resto de la clase quedamos en salir fuera de clase a pegarnos para lavar la afrenta. Cuando salimos le dije, mira tió, dí que te he dado dos guantazos y ya está anda, que no me apetece darte leña. Así era. Así soy.

Como además tengo la suerte de vivir en el primer mundo y en una época benigna, la violencia me parece algo lejano, algo que sale por la tele pero que, en el fondo, es una cosa extraña y ajena. Quizá por eso, cuando se hace presente cerca de mí me deja tan impresionado. Él se llama Guillem, tiene quince años, un buen tipo, juega al balonmano, buen estudiante. Alto y bien parecido. Un buen tipo. Yo lo conozco porque es el hijo de un primo. Uno muy querido, tantos años después. Me contó la historia el otro día; una amiga de Guillem, un novio celoso y cavernícola, te voy a dar dos hostias como sigas hablando con ella, que es mi novia idiota. Espera que te lo aclaro. Una hostia, con un casco. Mandíbula rota, boca destrozada. Una vida interrumpida. El fin de la niñez. Con quince años. Un mes de hospitalización

El horror de la violencia, siempre tan presente en la vida del hombre. Nos olvidamos de que está ahí, de que nos acompaña, porque ya no habita de manera habitual entre nosotros; pero de vez en cuando vuelve y nos suelta un zarpazo.

Recupérate pronto y recupérate bien, amigo.

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