18.10.10

No llegar nunca a cumplir sesenta y cinco años

Hoy hubiera cumplido sesenta y cinco años, me dijo mi madre poco antes de colgar, ayer. Hacía frío. Hay nombres que a uno lo acompañan toda la vida, aunque no llegaras a conocerlos jamás. Había nacido en 1945, y era el hermano que iba entre mi madre y Jesús. No llegó a cumplir los treinta años. Un estúpido accidente de circulación (¿hay alguno que no lo sea?) se lo llevó por delante en 1971. Apenas un par de meses antes de la boda de mis padres. Su recuerdo, imborrable, ha acompañado siempre a mi madre.

Uno no entiende, de pequeño, el dolor de perder a alguien. Ni lo que para una madre significa haber perdido a su hermano de manera trágica. A él siempre lo he sentido muy cerca. De pequeño todo el mundo me recordaba lo mucho que nos parecíamos, físicamente y en carácter. De mayor, también. No hará ni tres meses, saliendo de un funeral, una mujer se me acercó: “eres igual que tu tío Juli. Fuimos muy amigos. Siempre lo he recordado mucho”.

Ayer hubiera cumplido sesenta y cinco años. Todos los septiembres íbamos a misa, en el Mercado, “al cabo de año”. Recuerdo un día, yo debía tener unos diez años. Alguien entró en la ferre. Preguntó por él. Habían hecho juntos la mili en Palma y, de paso por Sanabria, su amigo quiso saludarlo. La abuela se echó a llorar. Tomaron café. Los veo aún a los dos allí, en la cocina que ahora se cae.

No lo conocí nunca. Creo que nos hubiéramos llevado bien. Y que me hubiera enseñado muchas cosas. Cuando conocí a Lorca en el bachillerato alcalaíno a veces pensaba en él leyendo el llanto por Ignacio Sánchez Mejías: “Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura. / Los que doman caballos y dominan los ríos; / los hombres que les suena el esqueleto y cantan / con una boca llena de sol y pedernales. / Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra. / Delante de este cuerpo con las riendas quebradas. / Yo quiero que me enseñen dónde está la salida / para este capitán atado por la muerte”.

Y pienso también en ese fatalismo tan humano que resume el último verso del llanto: “También se muere el mar”.


Ayer hubiera cumplido sesenta y cinco años. Y, como leí algún día en algún sitio, cuando mi madre me lo dice, yo también pienso que las personas, algunas personas al menos, no se olvidan. Nunca. Sólo se aprende a vivir sin ellas.

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