4.5.11

De fiestas, de santos y de iglesias

Era la fiesta.

La de la Virgen del Rosario. La Sacramental del pueblo, como me insiste siempre mi padre. Le había prometido, también a él, que iría el domingo a misa. A leer la epístola, como le llama él a las lecturas previas al evangelio con ese castellano tan puro que ya vamos perdiendo entre todos. Como voy poco a misa, me fijo mucho. El cura, suplente, está ya jubilado. Atendió durante años una parroquia de emigrantes en Alemania. Ahora ha vuelto a su pueblo, cerca de La Bañeza. La misa es corta, y el sermón interesante, a cuenta del significado de las fiestas. Me fijo, no puedo evitarlo de nuevo, en los retablos. La Iglesia de mi pueblo, capitalino como es, tiene tres. En un lateral de la nave de la izquierda hay un retablo extraño. De pequeñas dimensiones. Y de columnas salomónicas. Con un San Pedro en el centro. Quizá el retablo venga de la pequeña iglesia que debió de tener en su día San Pedro del Villar, el pueblo maldito al que probablemente una peste borró de la memoria de los hombres. Al fondo de la nave, otro retablo. Arriba, una escena del día de juicio. Pesando las almas del los justos. Debajo, san Amaro, que es como aquí llamamos a San Mauro. Otro santo misterioso en este lugar tan cercano al final de la tierra. El retablo central, salomónico de libro. Arriba la Santa que da nombre al pueblo y a la parroquia, con la palma del martirio. En el centro va la Virgen del Rosario, debajo el Sagrario. A los lados, desde hace menos de un siglo, Santa Bárbara y Santa Lucía. En lo que pudo haber sido la nave de la derecha (mi iglesia es rara, sólo tiene nave central y nave zurda) el último retablo. La Jerusalén celeste. San Antón y el portugués San Antonio.

Sigo mirando. Aquí hubo coro, pero desapareció en los sesenta. El suelo era de tierra, pero se cementó. Las paredes se encalaron cuando alguna peste, pero antes estuvieron policromadas. Se intuye un águila en uno de los arcos. Dejo de mirar y me relajo Hay una paz que sólo las iglesias de piedra son capaces de transmitir cuando se filtra esa luz del oeste y oye uno la lluvia desde dentro.

Llega mi turno. Salgo a leer, entre la lectura y el salmo. Levanto la vista para ver a los míos. Mi padre sonríe. No hay mucho más que hablar.


PS: “Si se consigue estar sentado en una silla, en silencio y a solas, en una habitación, es que se ha recibido una buena educación”, escribe Pascal.

Molina, Cesar Antonio: Lugares donde se calma el dolor. Barcelona, Destino, 2009. Página 495

1 comentario:

Carmen dijo...

Muy hermoso