Volver
a ver una película al cabo de varios años. Esta vez en versión original. La
historia, ficticia, de Ray Emmett, el segundo mejor guitarrista del mundo
después de Django Reinghardt, que Allen nos contó en 1999 en forma de acordes
y descuerdos. La vi
en el cine y la recordaba. No ha envejecido mal, porque Allen es bueno y sabe
dotar de un halo de intemporalidad a algunas de sus historias. La soledad del poder creador. La maldición de
la genialidad. O cómo la calidad de producir arte no está relacionada de manera
directa con la calidad humana de quien lo produce, según declara Allen en una
entrevista que viene en el cedé (ventajas de consumir sólo contenidos digitales
originales). Una buena historia de perdedores, en aquel mundo al que me
enganchó para siempre la historia de ese alter ego parcial que seré alguna vez
llamado Gatsby. Magnífica, por cierto, Samantha Morton,
y muy bueno Penn en su atormentado papel, un Penn, al que, lo que son las
cosas, un biógrafo atribuye orígenes sefardíes, siendo un
Piñón expulso de la
península.
Cine
para una tarde de octubre o para asumir, son tantos
los ejemplos, que se
puede ser un magnífico artista y un gilipollas a la vez.
PS:
Pacheco escribió: “Dices que solo valgo cuando empaño / la blancura
insondable de una página”.
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