Ya lo he contado alguna vez. Ver el sufrimiento de un niño me hizo dudar de la existencia de Dios. Ya sé, ya lo sé, que Él existirá con independencia de lo que yo piense, pero no puedo evitarlo: llegué al agnosticismo asombrado por la posibilidad de que hubiera un Ser Supremo y permitiera el dolor o el sufrimiento en un niño. El dolor, que nos hace humanos, como nos hace humanos la muerte, no dignifica, ni purifica. Como no purifica la enfermedad. Dignifica el comportamiento, el respeto, la capacidad de padecer con el sufre, pero no el sufrimiento en sí. Veo a Elicia, con su inocencia, o veo a Aleix, como veo a otros niños que forman parte de mi vida y se me parte el alma de pensar algún daño que puedan sufrir. Se me parte, literalmente, como se me parte cuando veo a un discapacitado. A gente que no puede manejarse por sí misma. Y miro al cielo, y pienso: ojalá hubiera alguien ahí arriba. Ojalá tuviera un mínimo sentido de la justicia. Pero cuando termino de pensarlo y espero una respuesta, me doy cuenta de que lo único que me viene de vuelta es la lluvia, porque es invierno...
Madurar es asumir un cierto grado de soledad.
Hacia dentro, pero también hacia afuera...