Fue ayer, a la noche. Voy
ya por Burgos, me dijo al descolgar. Un viaje largo, en autobús, como los
que se hacían en la España de los años sesenta. Esta vez no es a Alemania, sino
a la Bretaña. Esta vez no es un campesino analfabeto, es una de las personas más
cultas de la mi tierra. Una tierra llena de nieve y en la que cada vez va
quedando menos gente. Una tierra en la que el manto amarillo de la emigración lo sigue cubriendo todo, hasta
que al final no queden allí más que lobos y corzas.
Tanta política pública, tanta Administración
y tanta hostia, para que al final la gente que se quería quedar se tenga que ir
igual. Es depresivo. A mí se me fue poniendo un nudo en la garganta: dale a
todos estos un abrazo de mi parte, y ya sabéis que os espero allí…
Una casa cerrada. Otra más.
Y tantas ausencias: ¿Quién llenará ese hueco en nuestros almuerzos de
verano. ¿Quién nos enseñará ahora el Villar de los Siervos? ¿Quién nos señalará
con el dedo los esgrafiados de las paredes?
Cada persona que emigra sin querer hacerlo es
un clavo más en el catafalco en el que vamos convirtiendo nuestra sociedad.
Y es (o debería serlo) un cargo de conciencia para lo que, teniendo
responsabilidades para evitarlo, se han dedicado todos estos años a vivir, que
son dos días...
Suerte en la vida, Paco. Suerte en la vida, amigo...