La tercera temporada de The Wire, otro placer para el espectador. La narración de la corrupción política. La dificultad de perseguir a los traficantes, la posibilidad de legalizar las drogas. La podredumbre municipal y el blanqueo de dinero. Y en lo profesional, esas reglas que sólo se conocen dentro de cada uno de los ámbitos profesionales: la presión de los resultados, las personas a las que uno puede torear y las que no. Las lealtades eternas que duran unas semanas. Las reglas no escritas son las más importantes. Sin ellas, uno no entiende nada. Y de fondo, como en una tragedia, dioses indiferentes a nuestros sufrimientos y que nos rigen los destinos mientras disfrutan haciéndonos caer una y otra vez. Lo que Mi Coronel y yo dimos en llamar, una noche de Japo eta Patxarana “elputomonoborracho” no es más que un dios griego tamizado por la postmodernidad. El destino marca, también en The Wire, la evolución de los personajes, unos personajes complejos, a los que asaltan dudas similares a las que nos asaltan a todos: la dificultad de ser leal a quien no lo es contigo, la imposibilidad de salir del agujero en el que uno se halla. El horror de la etiqueta que te persigue: si eres un ligón empedernido no puedes ser inteligente; si eres un delincuente no puedes estudiar empresariales...
Los matices convierten a la serie en algo parecido a ese delicioso Cabeza de Cuba de Liberalia: un festival para los sentidos, ya que cada capítulo descubre uno algo nuevo.
Hágase con ella, desocupado lector, es fácil y no es muy caro; en la FNAC, en el Cortinglés o en Amazon. O donde quiera. O pídasela prestada a un amigo. Pero no la robe. Robar es un delito. Y no es ejemplar. Nada ejemplar.
PS: Ese Rawls, tan directo, tal claro, tan certero: “Let’s be clear, Det. Freamon. When I fuck you over, you’ll know it. You’ll be so goddamn certain, you won’t need to ask that question”