Todas las identidades son imaginadas. Construcciones culturales, puras y duras. Uno no nace español, o cristiano, o socialista. Uno nace en un mundo donde la gente se imagina a sí misma francesa, judía o conservadora. Ni siquiera yo, con lo que soy, tengo nada de liberal o de senabrés. Me imagino liberal. Y me gusta imaginarme senabrés. Nada más.
En este escenario, y en un mundo en el que, como dice John The Minor, no somos capaces de identificar como cercanos a más de ciento cincuenta personas, las identidades colectivas se construyen como tramas de afectos. Me siento cercano a alguien nacido a cientos de quilómetros y a quien no veré nunca porque nos imaginamos compatriotas.
Cuando las tramas de afecto se rompen, la comunidad imaginada se desgarra. Para un nacionalista catalán, lo que pasa en Murcia le afecta tanto, desde un punto de vista sentimental, como lo que ocurra en Grecia. Ambos son lugares extranjeros. Por eso les irrita tanto que los extremeños se gasten su dinero. De la misma manera, para un nacionalista vasco, lo que ocurra en Zamora le preocupa tanto, supongo, como lo que ocurra en Oporto...
Lo que nunca imaginaron, y yo lo veo ahora a poco que levante la cabeza y observe, es cómo esa trama de afectos también se iba a romper por este lado. Quizá no fuimos capaces de comprender cómo, a base de repetir durante treinta años que no tienen nada que ver con nosotros (quienes quiera que seamos este nosotros) ahora somos nosotros los que empezamos a ver con cierta lejanía sus mundos. Y sus problemas....
Y y me jode.