A
las personas no se las gana comiendo. Se las gana conversando. Lo recuerdo como
si hubiera sido ayer. Y lo recuerdo quizá porque hoy tengo delante Castiella en todo su esplendor. Era un restaurante añejo, pero pudo haber sido cualquier otro. Era el Madrid de los Austrias. Aún se podía oler la madera quemada del Viejo Alcázar, ardido apenas hacía dos meses. Cerquita está
enterrado Don Diego, en la Iglesia de San Juan Bautista, ya saben, aquel bisnieto de judíos senabreses. Era uno de aquellos restaurantes
que permiten la intimidad de la conversación, uno de esos que van desapareciendo, aunque siempre he pensado que deberían ser un bien protegido
culturalmente; está uno harto de cenar y oír todas las conversaciones de otros
comensales. Se nos fue la noche hablando de la vida, de la muerte, del influjo
de la química en lo que somos y en los que pensamos. En ese miedo que me asalta
cada vez que intuyo que también el libro albedrío quizá no sea más que una
construcción cultural. Hablamos de aquella tierra, de la mía y la suya, y de
este Madrid que se nos empieza a quedar
grande a los que ya frisamos los cuarenta. De las ilusiones rotas y de todo lo que hemos ido
dejando por el camino. De fondo, cada poco, algunas arias italianas y algunos lied alemanes. La
maldición de ser un inculto musical, se acompaña, en mi caso, de un
estremecimiento cada vez que oigo a una mujer hermosa cantar un aria en
directo. Eso es el arte. Me quedo algo atrás con los lied. Igual que hay algo
mágico en el italiano cantado, como lo hay en el gallego o en el catalán, hay
algo siniestro en el alemán cantado. O quizá es sólo mi imaginación. Pero la
musicalidad de las lenguas latinas que no están contaminadas por el vasco es
muy superior a la del resto.
Eran
casi las dos cuando nos levantamos.
La
vida era esto.
También era esto.