Nunca he entendido bien que la gente pueda sentirse orgullosa de su país. No elegimos el lugar donde nacemos, por tanto, ningún mérito tiene nacer en Nueva York o nacer en Kosovo. Es más, como no lo elegimos, no sé qué sentido tiene alegrarse por los éxitos de los compatriotas, ahora que andas los medios tan patrioteros por los éxitos de los deportistas españoles. En sentido estricto, el 99,99% de nuestros conciudadanos son perfectos desconocidos con los que nunca hablaremos y de los que nunca sabremos nada de nada. Al final, la patria es uno y sus amigos, y por eso el nacionalismo es el último refugio de los canallas. Me gusta ese concepto que aquí introdujo avergonzado el pepé de patriotismo constitucional, frente a nacionalismo de hacha y caverna con el que nos marean las élites periféricas, ya sean catalanas, vascas, gallegas, andaluces o leonesas…
Hago esta reflexión porque, tras haber conocido los resultados de un estudio que hizo el otro día el Financial Times sobre la globalización, creo que tengo más en común con los alemanes que con mis felices compatriotas. Vamos, que lo leo y no me siento especialmente orgulloso de ser español. Fíjese; desde hace dos siglos hemos sido un país pobre y periférico. Atrasado. Miserable en ocasiones. Esa gran oportunidad de modernización que fue la Restauración fracasó y tuvimos un siglo XX de nota: una república sectaria, una dictadura espantosa, una autarquía lastimera y una transición más o menos razonable. Nuestra economía se fue abriendo poco a poco a partir de los años sesenta; pese a lo poco amigo del liberalismo que era el general Franco, y la tendencia socialdemócrata en todos los partidos una vez que llegó la democracia, conseguimos atraer inversiones extranjeras, redujimos los aranceles y, oh milagro, empezó a irnos bien. Llegaron turistas a mansalva (¿hay alguna señal más clara de la globalización que esta?), nuestros padres empezaron a ver, gracias a la televisión, que en otros países había libertad. Se generó una clase media. Salimos al extranjero, nos hicimos más altos. Ahora salimos a veranear fuera. Comemos mejor. Por primera vez en nuestra historia, el problema social es la obesidad y no el hambre…
Pues bien, pese a todo esto, un 67% de mis compatriotas considera que la globalización ha tenido efectos negativos sobre nuestro país.
Hay que ser borrico.
¿Dónde estaríamos sin la globalización? Cultivando remolachas, comiendo patatas cocidas, rezando el rosario y enlazando una guerra civil tras otra.
Corolario apropiado de un autor menor:
Este bienestar comercial es sólido y se defenderá por sí mismo hasta el final. No es el racionalismo lo que derrotará a los fanáticos religiosos, sino el comercio normal y todo lo que entraña: para empezar, empleos, paz y un cierto apego a los placeres realizables, la promesa de apetitos saciados en este mundo, no en el próximo. Más bien compras de que oraciones.
McEwan, Ian: Sábado. Anagrama, Barcelona, 2006. Página 151.