19.2.09

Hubo una vez otro mundo (III)

Sigo, lector, con el libro de la Tuchman. 

Era definitivamente otro mundo. Los Estados Unidos empezaban a dejar atrás su guerra civil y empezaban, como el león que madura, a desarrollar su instinto de cazador. Aquí en España esto siempre lo hemos entendido mal. Como fuimos su primera presa y los matices nunca han sido nuestro fuerte, nunca hemos analizado nada más allá de la frase de Hearst de “yo pondré la guerra”.

Todo fue, como de costumbre, mucho más complejo. La guerra fue el final de un largo de periodo de confrontación entre dos formas de entender los Estados Unidos.

Por un lado, la que pretendía mantenerse fiel al legado de los padres fundadores: una ciudad sobre la colina, a modo de ejemplo para Europa, lejos de las querellas de reyes y casas reales del viejo mundo. Esta línea había sido mayoritaria hasta que el país había empezado a desarrollarse de manera espectacular. Su máximo exponente, en aquel tiempo, era Thomas B. Reed, representante republicano (lo que son las cosas) por Maine y quizá el político norteamericano más respetado del momento.

Por otro lado, y representando a ese espíritu de la época que exigía que el país asumiera la responsabilidad como potencia, una vez finalizada la colonización en 1890, estaba Alfred Thayer Mahan, el hombre que publicó The Influence of Sea Power in History y a quien, ironías de la historia, debemos gran parte de los muertos españoles en la provincia cubana.

La necesidad de desarrollar el poderío naval era considerada por Reed y los suyos como una traición a la idea de los padres fundadores,  y precisamente de aumentar el poderío naval era de lo que trataba el libro de Mahan. Tras él había más gente; había que conquistar no sólo Cuba, sino todo el norte de América, lo que incluía también el Canadá; cuando este grupo se hizo con el poder en el legislativo, la Cuba española empezó a estar perdida y es que, pese a que el presidente Cleveland se mantuvo firme en su negativa a reconocer a los insurgentes cubanos como beligerantes, la suerte estaba echada. McKinley, llegado a la Casa Blanca en marzo de 1897, hablaba ya del destino manifiesto de los Estados Unidos y de la necesidad de ampliar el país y sus dominios. Tras la fácil victoria en la guerra, el bando de Reed no se dio por vencido. Una cosa era liberar un pueblo y otra muy diferente quedárselo. Varias personalidades del país protestaron contra los tratados con España, ya que “de acuerdo con los principios en los que se fundó la República, tenemos la obligación de reconocer los derechos de los habitantes (de Cuba, Filipinas y Puerto Rico) a la independencia”.

Había detrás de todo esto un sórdido racismo, compartido en gran parte del mundo civilizado, un discurso que compartían desde Albert Beverdige en Estados Unidos (el que pronunció aquel legendario discurso de enero de 1900 en el que justificaba la conquista de Filipinas señalando que “We will not renounce our part in the mission of our race, trustee under God, of the civilization of the world. The Pacific is our ocean”) hasta el idiota del doctor Robert en Barcelona. Una narrativa de razas superiores que debían heredar el poder de las inferiores.
Sabemos como acabó la historia. Los hombres como Reed perdieron la batalla, y los Estados Unidos entraron en el siglo XX bastante alejados de la idea de sus padres fundadores en relación al papel que habían de jugar en el mundo.

PS: John Winthrop dijo en Bostón en 1630: For we must consider that we shall be as a city upon a hill. The eyes of all people are upon us. So that if we shall deal falsely with our God in this work we have undertaken... we shall be made a story and a by-word throughout the world. We shall open the mouths of enemies to speak evil of the ways of God... We shall shame the faces of many of God's worthy servants, and cause their prayers to be turned into curses upon us til we be consumed out of the good land whither we are a-going.

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