Se asomaba el verano de 1960. Llevaba poco más de cuatro años en Madrid y tocaba ya independizarse. Seguir trabajando para su tío ya no era rentable, imagino. O simplemente quería mejorar. Allá en el pueblo seguían sus padres y seguro que pensó en ellos también. En ayudarlos. Los hijos aún tardarían años en llegar, lo mismo que la mujer. Así que la compró, la que siempre fue su licencia fetiche: y más de sesenta años después fue su hijo el que, en nombre de su viuda, la vendió. Dejó una vida plena, dos hijos y cuatro nietos. Y un recuerdo que no se perderá jamás porque, al morir y como nos enseñó Martin Amis, vamos directos al corazón de las personas que nos recuerdan, y ahí seguimos mientras ellos vivan...
3.12.23
El primero
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