17.8.09

Tercer día. 6 de agosto

Madrugamos. Mucho. Helsinki queda a unas tres horas. No se puede correr. En general, la velocidad está limitada a ochenta por hora y hasta Lahti no cogemos la autovía (en el español peninsular las autovías se cogen, no se toman. Por algo construimos un Imperio). Llegamos a Helsinki. Aparcamos a diez metros de la plaza del Senado. Como si en Madrid aparcaras en la Puerta del Sol. Cuando los rusos se hicieron con el país trasladaron la capital a Helsinki desde Turku, para acercarla más a San Pertersburgo y alejar al Gran Ducado de la influencia sueca. Destruida por el fuego, la ciudad fue reconstruida siguiendo las instrucciones de Carl Engel, arquitecto tudesco que había participado en el desarrollo peterburgués. La plaza senatorial respira aire eslavo Las religiones convivían con naturalidad. Los fineses parecen abordar con naturalidad el pasado. La estatua del zar Alejandro II sigue colocada con naturalidad en medio de la plaza. La catedral luterana se come esta parte de la ciudad, majestuosa y azul. Por dentro, como los templos protestantes, es pobre. A poca distancia, ya en el islote de Katajanokka, la catedral ortodoxa, el mayor templo de esta fe en la Europa occidental, si es que estamos en Europa occidental. Cada uno con su Dios, y Dios con todos. Un par de restaurantes españoles. Pero nosotros no hemos venido a comer gazpacho. Todo es caro. El mercadillo frente al puerto. Almorzamos en Kappeli, hermoso quisco de vidrio y metal ubicado en la Esplanadi (la Santa Clara local), la calle señorial de Helsinki y luego un paseo hasta la estación de tren, obra de Aalto. De camino, el hotel donde se aloja Madonna y unos pocos cientos de fans. Pienso en el Kalevala, tan de mediados del XIX. Cuando había que inventarse naciones porque los Estados ya no soportaban la legitimidad divina. Y pienso también que la ciudad es joven, que hace sol y que hay unos euros en el bolsillo. Y en algún lugar, un viejo carcomido por el gin y la nostalgia volvería a sonreír: merecía la pena.

PS: “En estos pasajes sobre el pueblo (volk), Herder previó al menos tres elementos del nacionalismo romántico. El primero, la idea de que el Volk es dinámico y no estático, un organismo vivo sometido a leyes “naturales” de desarrollo. El segundo, el papel fundamental del idioma en este desarrollo, lo cual alejó a Herder del universalismo de la Ilustración y lo llevó hacia la exaltación de las diferencias y las particularidad locales. El tercero, el papel decisivo del intelectual en este proceso, en tanto que creador literario, historiador local y lexicógrafo y, con mucha frecuencia, en tanto que dirigente revolucionario en las barricadas”.

Ascherson, N.: El mar negro. Cuna de civilización y barbarie. Barcelona, andanzas, 2001. Páginas 242-243.

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