19.5.11

Homiliía electoral...

Vote desocupado lector, si le place. Vote en conciencia. Vote a quien quiera. Vote sin armaduras. Vote sin prejuicios. Si El Perdíu estuviera avecindado en la Imperial Tarraco, votaría a Alejandro Fernández como alcalde. Si estuviera avecindado en la Puebla, votaría a Pepe Fernández para que se mantuviera en el puesto. Como está avecindado en Madrid, es posible que esta vez ya no vote a Gallardón. Estoy cansado de él. De lo que ha costado el Capricho de Cibeles. De que las obras vayan para el sur. De que las bibliotecas municipales de mi distrito de vergüenza mirarlas. Que el voten en el sur, que es donde han de estarles agradecidos. Así que creo que esta vez votaré a UPyD en las locales; ya veremos a ver.

En cualquier caso, si tenía alguna duda, ahora tengo claro que iré a votar. No quiero que nadie me confunda con esa chusma de extrema izquierda que dice hablar en nombre del pueblo y que hace Asambleas y cosas de esas que le ponen a uno los pelos de punta. Cuanto más veo a esta tropa de quinquis, más aprecio le tengo a la democracia formal y representativa. Es la única que me defiende de gente como ellos y que garantiza mis derechos frente a sus locuras.


PS: Hablando de elecciones, es hora de recordar promesas pasadas. ¿Qué ha quedado de aquel fantasmagórico Plan Oeste del simplón y caldera? Es nuestra tierra, nada de nada…


PD: Mañana, Manuel Lucena en La Casa de Zamora. No se lo pierdan. Me lo agradecerán.

18.5.11

Museos necesarios

Hay museos necesarios. Necesarios para defender la libertad. Para entender lo que somos. Y lo que fuimos. Ya me topé con uno, hace muchos años; yo aún era un niño, pero ya entendía algunas cosas. Ahora se ha creado uno en la red. Para recordar a las víctimas del comunismo soviético. Un museo sobre la memoria del gulag. Aquella máquina que devora hombres a los que antes había convertido en esclavos. Aquel horror sin el cual no se puede entender el siglo XX. Aquel monstruoso silencio físico en Vorkutá e intelectual en Europa, un silencio que basta, por sí mismo, para enviar al basurero de la historia a gentuza como Sartre, a idiotas como Aragon y al comunismo internacional en su conjunto. El gulag. El silencio. El frío. La muerte. La esclavitud. El recuerdo en nombre de todos los que fueron devorados allí, casi un 85% de los cuáles por cierto, eran personas anónimas sin ninguna actividad política reconocida, y desde luego bastante alejados de poder ser considerados opositores a la dictadura comunista. Un museo en el que mirar de frente a esa superioridad moral tan cara a la izquierda en su conjunto. Un espacio para recordar que todas las utopías son un horror y que si el siglo XX nos enseñó algo es que nunca el fin justifica los medios sino que, más bien, son los medios los que explican la bondad del fin perseguido. También por eso desconfío, y mucho, de iniciativas como estas sentadas, qué casualidad, en la Puerta del Sol. Cuando desaparecen las instituciones, sólo queda el totalitarismo.

No dejen de visitar este museo virtual, que se irá ampliando, parece, con el tiempo. Y no dejen de visitar aquellos otros que recuerdan lo que ocurrió con el silencio cómplice, por cierto, de gran parte de la izquierda europea. Hay mucha memoria que rescatar. Aunque pocos volvieron para contarlo. Y menos aún tuvieron fuerzas para escribir lo que vieron. Recientemente, mi Coronel me hizo llegar Los que susurran, la obra definitiva de Figes sobre todas estas víctimas anónimas, basado en recuerdos orales de los supervivientes. Ya les iré contando.


PD: En un Estado totalitario y paranoico, nada estaba fuera del alcance de la política. El profesor Kalmonson, del zoo de Moscú, fue detenido por actividades “destructivas” cuando los monos del zoo murieron de tuberculosis […]. En diciembre de 1937, 53 miembros de una asociación de sordomudos fueron detenidos en Leningrado, y a 33 se los condenó a muerte por participar en “conspiraciones” en su lenguaje privado. Se detuvo a filatelistas y esperantistas por hacer tenido tratos con extranjeros […]

Tzouliadis, T.: Los olvidados. Una tragedia americana en la Rusia de Stalin. Debate, Barcelona, 2009. Página 106

16.5.11

Cena con sobremesa...

Hubo acto en la Zamorako Etxea y allí me acerqué. Fantástica conferencia del amigo John. Emotiva presentación del paisano Octavio. Luego llegó la cena. Pocas cosas enriquecen más que cenar con gente culta. Qué interesante conversación. Un mundo. El del exilio. Aquel drama. Aquella gente condenada a vivir lejos de su tierra. Méjico. Sus cafés. Sus leyendas. Octavio nos desgrana personas, y situaciones. Juan Larrea, el amigo de Vallejo, el mejor epistolario de España, nos cuenta. Los vascos que habían llegado a construir el metro y la ciudad universitaria. Vascos por leales a su Rey, cuando aquí aún había Rey. Chalecitos como en Guecho. Como había en Las Arenas. Aquellos hombres como Ramón de la Sota, sin el que el paleto de Sabino no hubiera podido ni comer a diario, que popularizaron luego durante la Gran Guerra lo que en toda España se llamaba el agua de Bilbao. La conversación nos lleva a los poetas. A Aleixandre, que vivía por allí y venía de aquel mundo. Y acabamos en Claudio Rodríguez. Claro. Con los que estábamos en la mesa, era difícil acabar en otro sitio. Y la conversación nos va dibujando la figura del poeta: generoso, hablador, bebedor… el hombre que no tenía reparos con nada ni con nadie. El hombre que fue capaz de escribir un poema al perro de Aleixandre, con el que jugaba cuando iba a ver al Nobel, ya enfermo. El hombre que fue capaz de sacarle vida a un ciruelo. A un cerro. El hombre al que no cambiaron los premios. Ni los honores. El hombre que nos explicó qué tiene la luz en Castilla y porqué es cómo es. La conversación va de un poeta a otro y pasa de vez en cuando, entre sonrisas que iluminan el alma, por Vallejo, el piscis del Perú. Así nos dan las tantas y llega la hora de irnos recogiendo. Nos emplazamos, eso sí, para el mes de junio y su lectura en el Ateneo. Nos hacemos personas cuando aprendemos a disfrutar de la cultura. Cuando asumimos, qué certero Gomá, que la vulgaridad es en nuestro tiempo un punto de partida, pero nunca puede ser una estación de llegada.

Y cuando estamos ya en la calle, cerca del parquin, miro en derredor y recuerdo aquella oda a la niñez con la que Claudio Rodríguez cerraba su libro Alianza y Condena, publicado en 1965: “Muchos hombres pasaron junto a nosotros, pero / no eran de nuestro pueblo. […] Miraron, y no vieron; ni verdad ni mentira / sino vacía bagatela / desearon, vivieron […]


PS: Arcadi Espada, al hilo de Montanelli, escribió: "Y confirma algunas verdades generales sobre el viejo periodismo, la primera y más inquietante, que la selección y escritura de los materiales de un periódico no siempre tenía al lector como destinatario. En ocasiones el articulista escribía sólo para uno […]"

15.5.11

De ruta por el oeste (y VI)

La Villa Romana se encuentra a medio camino entre los pueblos de Almenara y Puras, pero el viajero sabe, a estas alturas, que no va a volver a Madrid directamente una vez que deja la villa atrás. Este viaje comenzó con una llegada a los orígenes, los del Abad Martino y sus frates, saliendo hacia el monte Sospacio de madrugada, y termina con otra llegada en búsqueda de orígenes. Termina con otro viaje iniciático, como no puede ser de otra manera. El Coronel tuvo un abuelo que abandonó su pueblo, y que apenas volvió a él. Un abuelo que hizo la guerra, pero que nunca transmitió odio a sus nietos. Un abuelo que había nacido en la cerealística castilla del primer tercio del XX. Un abuelo nacido en Almenara. Así que ponemos el coche en dirección al pueblo, apenas a unos tres quilómetros de la villa romana. Un abuelo Hidalgo, eso seguro, de un pueblo al que el Coronel nunca había vuelto. Aparcamos el coche junto a la Iglesia. El pueblo es pequeño, se lo ve casi vacío. La Iglesia está desolada. Románico arcaico, sin restaurar. Un parte de la torre se ha desconchado y habitan en ella las palomas. Lo que debió de ser la escuela está ahora arreglada. Pocos coches, probablemente de hijos del pueblo que ahora viven en Valladolid, o en Madrid. Estepa del cereal. El Coronel, Oscarnelo y yo charlamos mientras paseamos y hacemos fotos. Conocer de dónde venimos no nos hace mejores, ni más fuertes, ni ha de darnos ningún motivo de orgullo. Nos ayuda, sólo eso, a comprender quiénes somos. Y quienes fueron los que estuvieron aquí antes que nosotros. Y porqué hicieron las cosas que hicieron. Sobre todo cuando uno ha nacido, como nosotros, después de tanto cambio; tanto, que uno no sería capaz de hablar con su abuelo si lo encontrara de joven porque no habría ningún tema de discusión posible. España es lo que hoy es porque pasó lo que pasó entre 1940 y 1970. Ahí se funda la España de hoy en día. Hacia atrás, todo es un arcano: la guerra, la restauración, la república, la monarquía liberal… son parecidos a nosotros, pero no somos nosotros.

Montamos en el coche. Es hora de volver. El Coronel sabe que tiene un encargo hecho por su abuelo, que sigue viviendo en el corazón de las personas que lo recuerdan. Y mientras nos alejamos, recuerdo aquel poema de Ángel González, publicado en su libro Áspero mundo con el que el poeta, de apenas treinta años, obtuvo un áccesit del premio Adonais. Un poema hermoso, que resume la perplejidad de estar vivos y que pone ante uno la cantidad de azares que nos han traído hasta aquí. Del terrible milagro de nacer. Un poema que empezaba así: “Para que yo me llame Ángel González, / para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo: / hombres de todo mar y toda tierra, / fértiles vientres de mujer, y cuerpos / y más cuerpos, fundiéndose incesantes / en otro cuerpo nuevo […]

14.5.11

De ruta por el oeste (V)

El viajero abandona Olmedo y coge la carretera de Madrid. Va cayendo la tarde. Nuestro penúltimo destino nos lleva a lo que un día fue una villa romana. Se estaba desintegrando un mundo, el de Roma, del que todos somos hijos, y estaban llegando (luego supimos que todo era mentira) los bárbaros. La villa, erigida en el siglo IV, se hizo sobre otra anterior. Aquel mundo. Nosotros. Un espejo. Cotarelo, magnífico profesor, lamentable polemista, nos lo dijo un día en quinto y yo ya no volví a ser el mismo: somos Nueva Roma. Nada más que eso. Dos mil años después, somos Roma, con su lengua evolucionada, su derecho, su modelo de familia… sólo cambió la moral, que se hizo cristiana.

Nueva Roma aquí, en Castilla. Como en Conímbriga, donde estaban las primeras villas que conocí, hace tantos años, una tarde de agosto, efectivamente, y Coímbra resplandecía. El Museo es interesante pero el viajero va buscando los restos. La excavación. Los mosaicos. De aquí venimos. Antes de Roma no hay nada. Ni siquiera los vascos, ya lo siento. Nada. Si el hombre entra en la historia con la escritura, la península entra en la historia con Roma. Lo que queda detrás es un arcano. La nada en sentido literal. Bobadas de druidas para jipis y cosas de esas. Esos mosaicos. Al lado, se recrea una villa romana. Ideal para que la visiten los niños, pienso mientras voy de una sala a otra. Somos nosotros. Roma se desmoronó, como todos los Imperios. En la periferia del Imperio debieron de ser años raros. Llegaron las bagaudas, bandas armadas de las que poco sabemos, pero que quizá aprovecharon la debilidad imperial para saquearlo todo. Quizá también esto. Llegaron años de miedo. Ahora pensamos que la gente tenía miedo a los bárbaros, pero desde Cavafis (siempre son los poetas los que nos lo explican todo, también nuestros miedos, nuestros deseos más ocultos…) sabemos que las cosas fueron diferentes. Los bárbaros no llegaron un día. Fueron viniendo. Y aquél mundo acabó.

Abandonamos la villa, pero el viaje aún deparará al viajero una última sorpresa. Relacionada con Mi Coronel. No sea impaciente, desocupado lector…


PS: Cavafis escribió: “-¿Por qué empieza de pronto este desconcierto / y confusión? (¡Qué graves se han vuelto los rostros!) / ¿Por qué calles y plazas aprisa se vacían / y todos vuelven a casa compungidos? / Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron. / Algunos han venido de las fronteras / y contado que los bárbaros no existen. / ¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros? / Esta gente, al fin y al cabo, era una cierta solución.


El poema entero de Cavafis, pinchando aquí. Si no lo conoce, no deje de leerlo, desocupado lector…

12.5.11

De ruta por el oeste (IV)

El viajero llega a Olmedo. Hace varios siglos, hubo un mundo y unas tierras que se dirigieron desde aquí. Cualquiera lo diría, viendo en lo que ha quedado todo esto: campos cercados por el abandono y pequeños burgos que atrapados en un mundo premoderno. Ciudades que llevan teniendo cinco mil habitantes desde hace quinientos años. Olmedo es una ciudad recoleta, bien cuidada, con sus soportales, tan castellanos. Un convento convertido en teatro. Lo escénico como sustituto de lo trascendente, lo sagrado como representación. Tan cercanos, en el fondo, uno de otro.

Oscarnelo, que ha preparado con mimo el viaje, nos acerca al Palacio del Caballero. La visita es fantástica, por fin veo la aplicación de lo que se llaman nuevas tecnologías aplicado en algo lúdico. Un paseo por la historia. Por el XVI castellano. Cuando aquí aún había Dios y aún había Rey. De fondo, Lope, y la rivalidad entre Góngora y Quevedo. Y también aquel hombre que hablaba raro y que siempre se preocupó de que nunca supiéramos quien era. Al trasluz, una vieja leyenda, explicada sala a sala. La de la muerte del caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo.

El viajero sale algo anonadado. Un corral de comedias. Todo es teatro. Llega la hora de reponer fuerzas. Esto es Castilla. Lechazo regado de un vino de la ribera occidental, es decir, de Toro. De don Manuel Fariña. Nos faltan los puros a los postres, pero este gobierno, el de las libertades civiles, nos prohíbe fumárnoslos.

Es domingo, pero aún queda finde, así que nos encaminamos a la búsqueda de las bagaudas que asolaron estas tierras hace más de catorce siglos...

11.5.11

Un día como ayer...

Fue también un diez de mayo. Un día para recordar. Un día como el de ayer. Era el año 1933. Lejano, dirán algunos. No tanto. Mi padre tenía un año y mucha gente que he ido conociendo en mi vida ya tenía uso de razón. Supongo que, como todo, las cosas empezaron con un rumor. Los cobardes, la mayoría, se iría poniendo de perfil para no tener que manifestarse. Algunos profesores fueron expulsados o invitados a irse de la Universidad. Los nacional-socialistas llevaban apenas unos meses en el poder. Había un trabajo que hacer, la patria lo demandaba y el futuro no podía esperar. Había que depurar el país. Volver a las esencias. Acabar con la degeneración de la raza y del país. Organizaciones supuestamente vinculadas a la sociedad civil, como la "Liga de Lucha contra el Espíritu No-Germano" o los Estudiantes Patriotas de la época (la "Liga de los Estudiantes Nazis" lanzaron la campaña. Todo alemán debía depurar su biblioteca de libros antialemanes, de libros contaminados por “la bacteria del espíritu judío". A finales de abril, u diario, siempre un diario, publicó la fecha adonde públicamente todos podrían expiar sus pecados: el 10 de mayo.

En Berlín la cita fue frente al edificio de la Ópera, a partir de las diez de la noche. Empezaron a apilarse los libros. Un grupo de bomberos los roció con material inflamable. Empezaron a arder. Un locutor iba animando a la gente a echar más libros al fuego. Al espectáculo purificador de la barbarie.

Ardieron, aquella noche y sólo en Berlín, más de 20.000 libros. Bradbury no había tenido que inventar demasiado para su legendario Farenheit. No fue la primera vez. Tampoco sería la última. Hace unos años, los estudiantes patriotas vascos, siempre los estudiantes, propusieron eliminar de las bibliotecas vascas (y vascos), todos los libros que negaran la existencia de la nación vasca. Un movimiento similar, por cierto, al que intentó poner en marcha el ayuntamiento de Fuenterrabía

No respetar los libros. No entenderlos. No comprenderlos. Reirse, en fin, de las lecturas de uno (y de una)

Allí donde arden los libros, escribió Heine, no tardará en arder el hombre…

No olvidar.

10.5.11

De ruta por el oeste (III)

Amanecemos en la ciudad de los iscariotes. La villa de Oscarnelo. Nos acercamos a ver el Castillo. Aquí hubo árabes, que nombraron la ciudad. Y luego hubo señores y luego reyes. Como en tantos otros lugares de Castilla, hasta aquí llegó también la traición. Sitio de realengo, tras la guerra que libraron Pedro I el Justiciero contra su hermano bastardo Enrique, éste regaló el señorío a uno de los traidores que lo acompañó en el desafío que acometió contra su legítimo rey. Ahora ya nadie lo recuerda, pero aquí hubo un mundo, y un momento, en el que las cosas pudieron haber sido diferentes. De un lado, las ciudades, los judíos, los mercaderes, la gente más brillante y más activa de su tiempo, arremolinados en torno a la figura de su Rey y Señor, Pedro I de Castilla. De otro, los nobles, los señoritos, los resentidos, agrupados en torno a un bastardo ambicioso y cruel, un tal Enrique. La guerra, como tantas otras veces, la ganaron los malos. Y sellaron quizá para siempre ya la historia de Castilla, la que face los omes e los gasta.

El castillo iscariote estuvo caído, nos cuenta Osquitar, que pasó aquí una parte de su infancia. Aquí venían de niños a jugar. Y a holgar. La guía nos ve interesados y se viene arriba. El castillo fue comprado hace unos años por el Ayuntamiento a los Alba, la Casa que lo acabó poseyendo después de varios cambios de dueño. Pero está mal asentado, sobre tierra arcillosa, y casi todo el dinero de la restauración se va en inyectar hormigón para fijarlo. Era un castillo defensivo, construido para que, en caso de asedio, las posibilidades de asalto fueran escasas. Rehabilitado poco a poco y año tras años, permite hacerse una imagen de lo que aquí hubo. A lo alto de la almena jugamos a disfrazarnos de señores, de reyes y de reinas. Jugar como niños. Pensar como niños. Nos lanzamos a soñar con aquel mundo, las ideas de los castillos que Ortega me metió en la cabeza hace años, cuando la Edad Media era un mundo de libertades en la que el ogro filantrópico aún no se había comido al ser humano por completo.

Paseamos por los adarves y vemos el mar de pinos que cubre estas tierras. Autóctonos varios de ellos, y no de repoblación, como yo falsamente imaginaba. Aquí hubo mucha riqueza, me dice nuestro Oskar Matzerath en un aparte. La madera dejó mucho dinero, en forma de tablas, de muebles y de resina. Pero todo eso ha ido pasando ya, como ha pasado el tiempo de Castilla, tierra periférica condenada a tractores silenciosos y tierras ya sin roturar, no por barbecho, sino por desidia.

El viajero monta en el coche. Es hora de partir. Dejando a su espalda la villa iscariota, la geografía de esta tierra de pinares le trae recuerdos de su infancia, aquella que pasó en la Peña más Fiel de Castilla. Esas Pedrajas de San Esteban, ¿do estará Risi ahora?, esa Cabezuela, ¿Qué habrá sido de Gartxi?, ese Campo Áspero, con el padre Eusebio partiendo para Panamá, ¿qué habrá sido de él?. La infancia nos marca, es cierto; pero sus recuerdos no pueden esclavizarnos de por vida. Uno se hace adulto, también, porque es capaz de pasar por encima de su infancia


PS: Antonio Machado dejó escrito: “La madre en otro tiempo fecunda en capitanes / madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes”.

9.5.11

De ruta por el oeste (II)

El cielo estaba nublado. Ese gris que sólo se da aquí, en Castilla. Un gris construido sobre ángulos rectos. Seguimos viaje, ahora rumbo a Urueña. Llegar a Urueña es volver. Siempre en primavera. Ese mar que un día fueron los Torozos, convertidas las llanuras ahora en una alfombra verde repleta de cereal. Nos acercamos a la Joaquín Díaz, a ver su tipismo español. No acabo de poder con los museos etnográficos, no sé porqué, pero no puedo con ellos. Esa exaltación de un pasado pobre, de la rudeza de estas tierras y de sus gentes. Avergüenza un poco, la verdad, esta exaltación de la pobreza, tan española, como si hubiera algo que celebrar en la miseria. Un tambor de la Santa Cruz de Abranes. Una gaita del Robledo. Salimos y nos acercamos a la Ermita de la Anunciada, a unos dos quilómetros del pueblo. Aquí hubo un monasterio. No queda nada. La ermita, señorial, nos recibe con su románico sobrio. La guía nos recita una historia que conoce de memoria. El viajero palpa la piedra. La ermita fue Monasterio, luego fue parroquia y hoy apenas es nada. La fugacidad de las cosas. Volvemos al pueblo. A almorzar. Y a pasear por la Villa. A volver a ver aquel texto de Colinas, que recuerdo de memoria desde mi primera visita aquí, hace tantos años: “¿Conocéis el lugar donde van a morir las arias de Haendel?" Un paseo por la historia de la imprenta, de la edición, un paseo por lo que nos hace radicalmente humanos: la capacidad de construir mundos simbólicos a través de unos signos que llamamos escritura. Por eso sólo leyendo somos capaces de elevarnos sobre el día a día. Por eso uno no puede ser persona, en sentido integral, sino es una persona culta. Ya sé que este un discurso demodé, pero qué quieren, cada día lo tengo más claro. Sólo la persona erudita es capaz de valorar las ideas del otro, de tener una actitud abierta ante la vida. De asumir, en suma, que la melancólica finitud de lo que nos rodea. Los libros, ah, los libros...

Va cayendo la tarde. Una librería tras otra. Esas vidas que se esconden detrás de cada libro usado; esas firmas misteriosas que ya no nos dicen nada en una dedicatoria ajada por el tiempo. La lectura, como el paseo, cansa. No era vano Cervantes cuando escribió aquello de que el que lee mucho y anda mucho ve mucho y sabe mucho” en la segunda parte del Quijote. Salimos extarmuros, a mirar. A lo lejos, muy a lo lejos, se ve, que la tarde ha ido aclarando, las montañas de la tierra de Sanabria. El viento se bate con fuerza contra nosotros, se mecen las mieses. Rodeamos la muralla dando un paseo hasta llegar a los coches. Es hora de seguir nuestro camino. La ciudad de los iscariotes nos espera.

PS: Antonio Machado dejó escrito: “¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra / de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra”.

8.5.11

De ruta por el oeste (I)

Salimos de viaje. Enfilando la nacional seis, como cuando vamos a Senabria. Pero esta vez íbamos a otras cosas. Entre ellas, a cumplir un viejo sueño. Lo tuve hace muchos años. Verán, yo estaba en la carrera, y algunas tardes me iba a la Nacional y, al rato, me ponía a leer cosas de mi tierra. Así llegué, creo, a Gómez Moreno y a sus estudios sobre el cenobio de San Martín. La historia es conocida. A finales del siglo IX o a principios del siglo X, el abad Martino y un grupo de monjes mozárabes procedentes del monasterio de Mouzoute compran las pesquerías del lago-mar ubicado al pie del monte Sospacio. Pocos años después, el abad Juan, cordobés, empieza a erigir un templo mozárabe, lo más antiguo que queda hoy en el monasterio sanabrés. Un monasterio que llegó a alcanzar fama, tierra y fortuna durante varios siglos, llegando a ser alojamiento de monarcas en sus años de mayor esplendor, antes de empezar a decaer ante la preeminencia de los Pimentel convertidos por la Corona en Condes de Benavente.

El caso es que empecé a fijarme: San Cebrián de Mazote está en una salida en torno al quilómetro doscientos de la nacional seis. Siempre me fijaba cuando iba o volvía de Madrid. Siempre con ganas de entrar a verlo. Siempre con prisa. Hasta el sábado. Era la primera etapa del viaje que con esmero nos había preparado Oscarnelo. Llegamos pronto. La iglesia es fantástica. De planta basilical, con una nave central que es el doble de alta que las laterales, con arcos de herradura. Un arte mozárabe raro aquí, ya que me he acabado haciendo a la idea de que este, como la magia, es ya sólo un arte toledano. Había niebla. El silencio. El frío. La sobriedad de sus arcos. Hubo otro mundo aquí. Un mundo que desapareció, como desaparecieron los mozárabes, cuya identidad ya nadie acierta a comprender. No queda nada de aquel legendario Monasterio de Mouzoute del que probablemente salieron el abad Martino y sus compañeros. Venían huyendo de Córdoba. De la intolerancia. De las persecuciones. Y del hambre. Así que fueron hacia el oeste. Y hacia el norte. Hacia una tierra casi vacía, misteriosa. Probablemente allí había restos de alguna iglesia y sobre ella empezaron a construir. Y a cultivar. Y a vivir.

El resto es ya historia. Un monasterio que proyectó su dominio sobre las tierras de la Sanabria, de Galicia y del actual Portugal durante casi mil años.

Salimos de la Iglesia de San Cebrián. No queda nada del Monasterio que allí hubo. Paseamos por el pueblo, otro lugar castellano venido a menos por los siglos. Antes de montar en el cochedirección a Urueña, echo un vistazo hacia el oeste. Allí a lo lejos se ven las “montañas más frías de toda Castilla”, como escribió un jesuita en el siglo XVII. E imagino a Martino y a sus hermanos partiendo, al amanecer, rumbo a lo desconocido…



PS: El historiador Fernando Miguel Hernández declaró: "Castañeda no es un monasterio más en ningún momento de su larga historia. Por eso los reyes no dejaron de impulsarlo desde sus orígenes y a lo largo del Medievo. La razón: su emplazamiento estratégico. Fue un instrumento de la Corona y de la Iglesia al servicio de la implantación de un modelo feudal en una tierra difícil, monstruosa y de frontera entre reinos y obispados".

7.5.11

Palabras cogidas al vuelo

Se presentaba el último poemario del zamorano Jesús Losada. Algunas palabras cogidas al vuelo, durante la presentación:

Presentar a un poeta zamorano son siempre palabras mayores. Alguien que continúa la tradición y la línea de Claudio Rodríguez, o de Jesús Hilario Tundidor merece, de entrada, respeto y atención. Y eso que, a los poetas zamoranos los descubro siempre tarde. A Claudio Rodríguez hace apenas dos años, cuando sus páginas me explicaron cosas a las que la razón no era capaz de dar respuesta. A Hilario Tundidor, estoy todavía recién llegado, como el que dice…

Como no podía ser de otra manera, a Jesús Losada también tarde, en concreto el año pasado, en el Pregón de la semana Santa. Así que la curiosidad me hizo acercarme hace algún tiempo a su último poemario, el que ha venido hoy a presentarnos su autor.

Corazón frontera, este libros, es un viaje. Hacia dónde, qué más da. Es el viaje lo que da sentido a lo que hacemos y a lo que somos. Un viaje que comienza de madrugada “Mientras respiras, el día amanece. / Los lugares del mundo se van iluminando” escribe el poeta en uno de los primeros versos del libro. Es un libro muy zamorano. No sólo por esa luz con la que se abre, tan cercana a las imágenes que Claudio Rodríguez nos transmitía. También porque es un libro de alguien de La Raya, de quien tiene conciencia de lo que La Raya es y representa. Porque es un libro, y que me perdona el autor si me equivoco, sobre la pérdida, sobre la soledad, sobre la distancia. Un libro construido, escribe el autor, “en el exilio de todas nuestras geografías”, allí donde “no hay nadie

El autor quiere ir al oriente y hacia allí encamina sus pasos. Pero el lector sabe que no es sólo un libro de viaje al oriente, es un libro de viaje y de diálogo, más que a algún sitio en concreto, hacia el hombre que vive dentro de nosotros. El libro en sí mismo es el viaje. Un viaje en la mejor tradición de Cavafis, así que cuando el lector abre el poemario , no puede dejar de pensar en el inicio del Ítaca del poeta de Alejandría: “Cuando emprendas tu viaje a Itaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias”.

Así que, como decía, dónde vaya el viaje es cuestión del lector. Porque aunque el autor vaya al oriente, y desfile por el libre algún que otro monzón, el lector, cuando viene de la Raya, imagina otro viaje. Un viaje a la frontera, que es el que recorre de la mano del autor. Y es que un poemario por el que desfilan los ríos, los trenes que se alejan y que luego nos acercan, las riberas de los fresnos, los puentes de piedra, los cementerios abandonados. Un libro, digo, por el que desfila la lluvia, la tempestad. “La soledad perdida del humo. / La soledad del viajero”. Un viaje regado de vino tinto, en el que se escucha la berrea de los ciervos es un viaje hacia esa forma extrema de presencia que es la nostalgia: dice el poeta “Tú, que darías ahora todo el oro del mundo / por volver a tu casa lloviendo […]”. Un viaje hacia un mundo en el que “los niños comen sandía, / juegan con palos y cuerdas por el suelo”.

Un viaje, este de la vida y del poeta en el libro, en el que nos acompaña la presencia, insegura, de la persona amada, de quien va con nosotros de viaje aunque no esté presente. Porque así nos movemos cuando el viaje se escribe en plural. “Besaré la vida en ti” le dice el poeta. Una presencia, nos pasa a los que venimos de la frontera, acompañada siempre de la luz “Despojos de la luz matutina en el dormitorio”, encuentra el poeta al despertar. Y la necesidad de sentirse en el otro: “Y te digo / que nada existe si tú no me piensas

El viaje termina de vuelta a casa. Y termina dando la razón al lector y al autor. Qué más da que el viaje haya sido al oriente o a La Raya:”No sabes cómo terminar este viaje / del corazón y de la frontera, / porque todos los países del mundo / son el mismo país…”

Así que cuando acaba uno el viaje, perdón el libro, no puede evitar volver a Cavafis, claro, a quién si no, y recordar las sabias palabras de su poema Ítaca: “Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. / Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, /entenderás ya qué significan las Itacas”.

Fue, en fin, Gilles Deleuze el que dijo un día que el poeta es un extranjero en su propia lengua, hermosa metáfora para significar la extrañeza de la creación y la enajenación permanente del creador.


PS: Al fin en San Cebrián. De donde salieron nuestros monjes

6.5.11

Iniciativas inauditas en la prensa bovina

Hay por ahí una iniciativa circulando por ahí que me parece raro que haya salido de una prensa tan bovina como la española. Apuesta por terminar con esa farsa tan propia del mundo etarra que el resto de partidos ha copiado sin problemas, y que supone convertir las ruedas de prensa en anuncios gratuitos, sin permitir las preguntas a los periodistas. El lema de la campaña, a la que parece que se han sumado ya varios medios es “Sin preguntas no hay cobertura” y ha llegado incluso a twitter #sinpreguntasnocobertura

Los partidos en un país con tan poca vida cívica y social como este son una metáfora de la sociedad que vamos construyendo entre todos: desprecio al mérito, elogio de la incapacidad e indiferencia con el que discrepa. No es casual la presencia de tantos pujaltes, tantas pajines y tanta mediocridad en sus élites. Analfabetos funcionales, normalmente licenciados en económicas o en derecho, o directamente ingenieros, que no entienden casi ninguna de las cosas que cuentan cuando hablan.

A los partidos hay que vigilarlos y ponerlos, de vez en cuando, en su sitio. Porque del poder hay que desconfiar. Siempre. Espero que el siguiente paso sea dejar de ofrecer esas imágenes de los mítines que distribuyen los partidos, sin dejar entrar las cámaras de las cadenas de televisión.

A ver si al final va a resultar que sí que teníamos prensa en este país. Qué cosas…


PS: esta tarde, mis amigos del Casal Zamorano en Madrid dan inicio a su ciclo de cultura de primavera. Hoy presentan el poemario Corazón frontera, del zamorano Jesús Losada. Si están por la Villa y Corte, no se lo pierdan.

5.5.11

Del pueblo de Joao a las ensoñaciones de Nietzsche (o un elogio del mercado en toda regla)

El amic Joao nos invitó a cenar a su pueblo. Uno de los lugares, por escuro, más bonito de la tierra de Sanabria. A los pies de la montaña. Donde nace el Negro. Un lugar mágico, como lo son todos los lugares en los que termina una carretera. Uno se baja del coche y sabe que más adelante termina el más camino porque allí mismo empieza la montaña. Como llegamos tarde, esta vez no pudimos pasear. Llovía, a mayores. Joao tiene la casa en lo que fue, en tiempos, La Cantina de Miguel. Mientras prepara la cena, me cuenta la historia de sus padres. Y yo le regalo mis recuerdos de este pueblo y de esta cantina cuando, siendo yo un niño, venía aquí todos los setiembres a la fiesta de la patrona. Y cómo al acabar la Misa y la procesión nos veníamos aquí, a la Cantina, a por unas fantas y unos bollos preñados.

Se nos va la cena hablando de mil cosas. También de esta tierra, a la que tan poco le queda ya. Y hablamos, los dos los conocimos, de aquella raza de hombres que hizo el Mercado. Quedan muy pocos ya, apenas un par de ellos. Pero hubo un tiempo en el que todos los habitantes del Mercado eran como ellos: pioneros, comerciantes, hombres fenicios, una raza húngara, me dijo un día mi abuela en tono despectivo, una tarde siendo ya setiembre, sentados ahí atrás. No había gente igual en toda la Sanabria. Gente acostumbrada al pacto. Al acuerdo. A confiar. A hacer favores. A recibirlos. No había ni Ayuntamiento allí, gracias a dios. Lo que había era una campa enorme, al lado de una ermita. Y a comerciar. A comprar, a vender. A salir adelante, con dos cojones y con el fruto de tu esfuerzo. A tratar con los otros. A vivir. Frente a ellos, a apenas diez quilómetros, estaba el poder del Estado. De lo público. El notario. El registrador. El ejército primero, la Guardia Civil después, los maestros...

Hoy, la realidad de estos pueblos es una metáfora de lo que ha pasado en la tierra senabresa y acaso en toda España. El mercado aquí fue sólo una ensoñación. Un espejismo ante un poder, el del Estado, que se lo ha comido todo. Y aquí en la Sanabria, como en toda España, sólo hay vida dónde hay Estado. Una Puebla esplendorosa, construida con dinero público, es ya lo único presentable de la comarca. Los pioneros perdieron la batalla. Por aquella época, un contemporáneo suyo, alemán y algo loco lo dejó escrito, pero ellos no llegaron a leerlo: el Estado es el más frío de todos los monstruos fríos.

Ahora, tanto años después, gentes como Pedro Barrios, el hijo del Perdíu, el hombre por el que suspiraban (y maldecían, arrepentidas) las hermosas damas de Robleda, no reconocerían ya este mundo. Un mundo de licencias, regulaciones y horarios. Los comerciantes, los fenicios, perdieron la batalla. Y con ellos, la perdimos todos nosotros después.


PS: Adam Smith, en su Riqueza de las naciones, publicada en 1776, constata y explica: “No son muchas las cosas buenas que vemos ejecutadas por aquellos que presumen de obrar solamente por el bien público, porque, aparte de la lisonja, es necesario a quienes realmente actúen con este solo fin un patriotismo del cual se dan en el mundo muy pocos ejemplos. Lo corriente es afectarlo; pero esta afectación no es muy común entre los comerciantes, porque con muy pocas palabras y menos discursos cualquiera resultaría convencido de su ficción”. Joaquín Trigo. “Con permiso” en Actualidad Económica, 12 de junio de 2008. Página 34

4.5.11

De fiestas, de santos y de iglesias

Era la fiesta.

La de la Virgen del Rosario. La Sacramental del pueblo, como me insiste siempre mi padre. Le había prometido, también a él, que iría el domingo a misa. A leer la epístola, como le llama él a las lecturas previas al evangelio con ese castellano tan puro que ya vamos perdiendo entre todos. Como voy poco a misa, me fijo mucho. El cura, suplente, está ya jubilado. Atendió durante años una parroquia de emigrantes en Alemania. Ahora ha vuelto a su pueblo, cerca de La Bañeza. La misa es corta, y el sermón interesante, a cuenta del significado de las fiestas. Me fijo, no puedo evitarlo de nuevo, en los retablos. La Iglesia de mi pueblo, capitalino como es, tiene tres. En un lateral de la nave de la izquierda hay un retablo extraño. De pequeñas dimensiones. Y de columnas salomónicas. Con un San Pedro en el centro. Quizá el retablo venga de la pequeña iglesia que debió de tener en su día San Pedro del Villar, el pueblo maldito al que probablemente una peste borró de la memoria de los hombres. Al fondo de la nave, otro retablo. Arriba, una escena del día de juicio. Pesando las almas del los justos. Debajo, san Amaro, que es como aquí llamamos a San Mauro. Otro santo misterioso en este lugar tan cercano al final de la tierra. El retablo central, salomónico de libro. Arriba la Santa que da nombre al pueblo y a la parroquia, con la palma del martirio. En el centro va la Virgen del Rosario, debajo el Sagrario. A los lados, desde hace menos de un siglo, Santa Bárbara y Santa Lucía. En lo que pudo haber sido la nave de la derecha (mi iglesia es rara, sólo tiene nave central y nave zurda) el último retablo. La Jerusalén celeste. San Antón y el portugués San Antonio.

Sigo mirando. Aquí hubo coro, pero desapareció en los sesenta. El suelo era de tierra, pero se cementó. Las paredes se encalaron cuando alguna peste, pero antes estuvieron policromadas. Se intuye un águila en uno de los arcos. Dejo de mirar y me relajo Hay una paz que sólo las iglesias de piedra son capaces de transmitir cuando se filtra esa luz del oeste y oye uno la lluvia desde dentro.

Llega mi turno. Salgo a leer, entre la lectura y el salmo. Levanto la vista para ver a los míos. Mi padre sonríe. No hay mucho más que hablar.


PS: “Si se consigue estar sentado en una silla, en silencio y a solas, en una habitación, es que se ha recibido una buena educación”, escribe Pascal.

Molina, Cesar Antonio: Lugares donde se calma el dolor. Barcelona, Destino, 2009. Página 495

3.5.11

Volviendo desde el oeste

El tren. Esa forma civilizada de viajar. No hay color, desde luego. Lo coge uno en la estación de la Puebla, ese edificio cargado de historia. Y de recuerdos. Aún me parece ver a Paco sirviendo el café, como tantas otras veces. Llega silencioso. Y abordamos en seguida la Sierra de la Culebra. Quizá la frontera más pobre de toda la Europa occidental. Desde luego, la más desolada. Y probablemente la más despoblada. Miro por la ventana mientras escribo. Aquí no hubo nada. Nunca. Queda poca memoria, pero es fácil hacerse una composición de lugar. Esta fue la tierra de los sappis. Quizá también de la legendaria Sabaria. Culturas castreñas. También los zoelas. Quizá ubicados en la Peña Surrapia. Y llegó Roma. Pero aquí dejó poco. No hay más que ver el paisaje. Aquí no había nada que conseguir: ni t. Y los inviernos eran duros. Hasta muy tarde aquí debió de haber un sistema castreño, dominado desde la Puebla, con castros secundarios, como el de Avitiello, y escasa población en el valle. Muy escasa. Llegaron los bárbaros, pero tampoco debieron quedarse mucho aquí. Aunque, ahí está Armsiende para demostrarlo, dejaron sus nombres. Y quizá una forma de ver la vida. Y llegó la repoblación. Aquí es fácil seguirle las huellas, venían de Castilla, de Asturias, del valle del Limia. Algunos se debieron de agrupar por oficios, como los que trabajaban el cobre. En otro sitios, en fin, como demuestra la hagiotoponimia, los lugares fueron cristianizados sin más: San Román, Santa Colomba, San Criprián, San Justo

Es esta una tierra pobre, alfombrada de brezo, en la que no es que ahora haya despoblación. Es que aquí nunca vivió nadie. Va cayendo la tarde. El ferrocarril encara ya terrenos más llanos, cerca de la ciudad de Zamora. Un viaje elegante, con esa luz que se filtra por la ventana…



PS: Luis Alberto de Cuenca escribió «Para eso están los clásicos: / para aceptar la casa sin ventanas / en que vivimos, por inhabitable / que nos parezca, y para descubrirnos / qué pasa en nuestra alma, qué se cuece / en nuestro desolado corazón»

2.5.11

¿Y si después de tanta palabra nos quedamos con lo accesorio?

Paseábamos esta mañana por el Mercado. Tomando vinos. Saludando a unos y a otros. Degustando las tapas. Promiscuidad social. Quedar con este. Ver a aquel. Llamar a un tercero. No es concebible estar aquí un lunes y no bajar al Mercado. Elicia jugaba. Ahora que ya huele el vino, es capaz de identificar las moras y las fresas. Pensaba en la salud. Y en mi espalda. Qué importante es encontrarse bien. A mí el masaje del sábado me dejó nuevo. Aunque algo baldado. Cuando uno pierde la salud, casi todo lo demás es secundario. Hasta el juicio se suspende. El cura en la misa de la virgen del rosario contaba que el dolor dignifica. Cada vez lo tengo menos claro. El dolor, como la enfermedad, es un horror, una desgracia. Y contra él hay que luchar. Pensaba en el dolor de un padre ante su hijo enfermo. Y en el dolor de una madre que no tiene respuestas para las preguntas, acerca de la enfermedad, que su hija le hace. El dolor no nos hace humanos. Lo que nos convierte en personas es que somos capaces de luchar contra él. Y que somos capaces de neutralizarlo. Por eso uno ha de cuidarse. Por sí mismo. Y por los que lo rodean. Por eso hay que irle ganando a la enfermedad todas las batallas (somáticas o no) que nos plantea.



PS: César Vallejo hizo la pregunta, pertinente aún más una noche como esta, hace muchos años: ¿Y si después de tanta palabra no sobrevive la palabra?. Lo difícil de explicarse, de hacese entender...

1.5.11

Ver el mundo a ras de suelo

Construir una carretera. Ir a por las máquinas al estante donde reposan, convertir en piedras los balines y las lentejas. Sacar la apisonadora, tomar los mandos de la quitanieves. Activar la grúa. Convertir unas fichas de plástico en obstáculos insalvables. Sentarte en el suelo. Ver sus ojos cuando va descubriendo que las cosas tienen nombre, que no basta con señalarlas con el dedo. Miramos al cielo. Llueve. Así que seguimos jugando en su habitación. Llega una pala, retroexcavadora. Me convierto ahora en el guardián de una barricada imaginaria. Jugamos a romperla. Me tumbo en el suelo. Veo el mundo casi a su altura. Va tocando ir a darse el baño. Le prometo que mañana seguiremos jugando, y que lo haremos, además, fuera, si no llueve. Recogemos los juguetes.

Volver a ser un niño.

Pocas cosas relajan más