El pasado lunes día 4 murió en Baviera un hombre llamado Otto. Era un anciano. Una muerte más, pensará el desocupado lector. Tenía 98 años. Su vida resume lo que fue el siglo XX y nos permite intuir que las cosas pudieron haber sido de otra manera. Fue hijo del último Emperador, y a la vez sobrino nieto del Gran Emperador. La Monarquía de los Habsburgo llegó moribunda al siglo XX. Pero llegó. Y era una muestra de que las organizaciones estatales podían articularse sobre algo más que sobre la siniestra nación. Es mentira que hubiera más alternativas. La lealtad a un soberano o unas leyes podían servir igualmente de base legal para el Estado. Sin patrias. Sin banderas. Sin lenguas que normalizar. Patriotismo de la ley. Del respeto. El Imperio en su ocaso es un recuerdo lívido ya, casi transparente, de otro mundo. De mundos plurilingües con koinés aceptadas por todos. De mundos pluri-identitarios sin necesidad de construir uniformidades artificiales; más propias de rebaños que de personas.
El Imperio cayó. No sólo gracias a la guerra, sino también gracias a la labor de zapa que durante años habían desarrollado los nacionalistas húngaros, tan parecidos a nuestros catalanistas, como ha demostrado Sosa en un libro magnífico.
El Imperio cayó y ahí nos quedamos sin patria tantos que no soy capaz ni de citarnos a todos. No sólo Roth. También Marai, y Zweig. Y Andric, aunque él entonces no lo supiera. Y yo, claro. También los Trotta, aquella familia de ficción que simboliza aquel mundo que creció oyendo la marcha de Radetzky en enero y que dirigió sus últimos pasos hacia la cripta de los Capuchinos, cuando todo estaba terminando. No es de extrañar que en la última línea de la novela el protagonista se pregunte, una vez consumada la anexión de Austria por la Alemania nacional y socialista: Y ahora, ¿a dónde puedo ir yo, un Trotta? (Wohin soll ich jetzt, ich, ein Trotta?)
El Imperio cayó y Otto, el hijo del último emperador, huyó. Vivió en Lequeitio, con su madre Zita, hasta que la vengativa República española los echó. Eran unos parias. El nazismo quiso matarlo. No se dejó. Y acabada la guerra entró en política. Desde el centro derecha, claro. Con la idea de contribuir a unir Europa en un formato similar al Imperio de su familia: múltiples lenguas, múltiples identidades, pero un proyecto común basado en el respeto. Fue eurodiputado, quizá el mejor que nunca hayamos tenido. Y así los españoles tuvimos la suerte de que fuera también nuestro representante. Porque quizá nadie represente mejor la idea de Europa que un Habsburgo.
Ha muerto un europeo. Una persona fascinante. Y ha muerto viendo como en parte las naciones europeas van perdiendo importancia. Viendo como aquella bobada de las naciones y las razas se va desinflando como un soufflé malo, tras haber causado millones de muertos.
Que la tierra os sea leve, Majestad. Estoy seguro de que, donde quiera que os hayáis encontrado, el viejo Joseph os habrá invitado a un trago para daros la bienvenida y hablar de los viejos tiempos.
PS: "Como es bien sabido, en el siglo XIX se había descubierto que todo individuo tenía que pertenecer a una nación o a una raza determinada si realmente pretende ser reconocido como ciudadano burgués. “De la humanidad a la bestialidad por el camino de la nacionalidad”, había dicho el dramaturgo austriaco Franz Grillparzer. Justo por entonces empezó eso de la “nacionalidad”, la fase previa a esa bestialidad que estamos viviendo ahora". Roth, J: “El busto del Emperador”, Acantilado, Barcelona, 2009.
PD: de camino a Caceré...
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