Sostiene
Jon Juaristi en la página 62 de su culta y necesaria biografía sobre Miguel de Unamuno, editada por la Fundación Juan March que “En la Europa de las naciones, disueltas
las sociedades estamentales, todo el mundo se vuelve en alguna medida
plurilingüe, a consecuencia del entrecruzamiento de diversas lenguas que
caracteriza la vida urbana. Como mínimo, nos movemos dentro de cuatro registros
lingüísticos diferentes: la lengua de relación, del vicus, de la familia
y de la calle, más o menos conformada según variantes locales; la lengua
cultural, que es en la que aprendemos a leer y escribir; la lengua vernácula o
antigua lengua del pagus, hablada en los entornos rurales; y la lengua
clásica de la civilización a la que pertenecemos que en nuestro caso y el de
Unamuno es, por supuesto, el latín”.
Lo sostiene Juaristi y yo pienso en ese
castellano hablado en Madrid. En ese castellano normalizado hablado en la escuela.
En ese senabrés, resto del pachuecu que se oía a la lumbre casa las tardes de invierno. Y pienso, claro, en ese latín del que todos venimos.
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