Este Madrid. Ventajas de una tarde de otoño.
Una
magnífica exposición a cargo de la profesora Borràs Castanyer en el Caixa Forum sobre ese juego de espejos que forman por
un lado el relato de
Los muertos, de Joyce, ya sabe, desocupado lector, uno de mis fetiches, y la película dublineses, de John
Huston. El ponente
hace un retrato preciso de la vinculación entre el texto y la película, y qué
significó para uno y para otro. Aunque estoy de acuerdo con su interpretación
en general, creo que no destaca el peso que la identidad tiene en el relato,
como lo tuvo para el propio Joyce, un personaje fascinante, harto del pacato nacionalismo irlandés que dominaba la vida política de su país.
Esos reveladores momentos, cuando su compañera de baile lo llama traidor por no
veranear en “su país” o por no conocer la lengua de “su país”. Por eso, la
nevada que cae al final es mucho más que un desengaño amoroso, claro que lo es.
Es la nieve, en forma de identidad premoderna, melancólica y paseísta que empezaba
a dominar toda Irlanda. Los grandes desgarros de la modernidad, cuando adoptan
la forman de la identidad, empiezan siempre con una nevada fina que lo va
cubriendo todo durante años. La autocensura, la mutilación de los recuerdos, el silencio en la oficina…
esa nieve que lleva cayendo, por ejemplo, más de treinta años sobre Cataluña. A mayores, y más allá de
la identidad, hay algo que une a Michael Furey, el joven muerto, con la Irlanda del
pasado, como hay algo que vincula a Gabriel Conroy, el marido al que Greta
descubre, después de tantos años, que ya no ama, con Inglaterra y con el
cosmopolitismo. Ese peso de la memoria que nos
ata a las tierras y a las personas. Y lo sé porque yo he sido, en
muchos aspectos, al igual que usted, ambos personajes en diferentes momentos de
mi vida: uno es Michael para algunas mujeres, que nos recuerdan mientras miran
el horizonte por una ventana, mientras oyen una vieja balada, o mientras juegan con sus hijos y una lágrima
escapa furtiva por su mejilla; o es Gabriel, y ve entonces a su mujer mirar melancólica
el horizonte por la ventana y la observa también, a lo lejos, con su cara triste mientras juega
con sus hijos...
Al fondo, ese equilibro, siempre dual, siempre
inestable, entre los papeles que todos hemos desarrollado alguna vez en la
vida, tal y como escribí aquí ya alguna vez, es también el equilibrio inestable entre
la necesidad de una raíz y la necesidad de respirar aire libre y de
abrirse a un mundo que no termina nunca.
Y es que, como escribió Zizek en algún sitio, detrás de todo conflicto identitario siempre
hay un poeta. Mientras suena The Lass of Aughrim, claro.
PD:
D. Mario dijo en su discurso de aceptación del Premio Nobel, a propósito de
todas estas zarandajas: "La patria no son las banderas ni los himnos, ni los
discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares
y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la
sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que
podemos volver […]
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