Ya dije que alguna vez que, al revés que el poeta, adoro “estos burgos fríos del norte en que demora / su
partida el invierno”. En días como hoy, con la lluvia golpeando los cristales,
y con el cielo gris hasta donde la vista alcanza, la imaginación me lleva a pasear, de la mano, por la mi tierra, mientras el olor a la
tierra mojada me embriaga a cada paso. Me veo entonces saludando a todos aquellos
que ya no están, como un Chateaubriand que llegara de nuevo a la Bretaña, o quizá sólo como un Torga que nunca quiso ser Premio Nobel para no traicionar a los suyos.
Y veo a mi abuelo, con veinte años, volver a casa con diez o doce charrelas al cinto, veo
también a Don Blas
arremangarse la sotana para llamar a misa en su capilla recién estrenada. Y
recuerdo la historia, fatal, de aquel Perdíu que murió tan joven, de aquellos
sus hijos cuya vida cambió para siempre y que fueron los primeros, quizá, en
sentir en la cara el filo de la cuchilla de la emigración: “mi hermano marcha a
Somorrostro, hay minas allí y dan jornal”. Y veo
irse también, con un jamón al hombro como único alimento, a aquel Manuel, nacido en Valdespino y
casado en San Justo en 1883; lo veo yéndose para Huelva, mientras deja atrás la Villa, iniciando
un viaje del que aún no sabe que jamás regresará...
Llueve. Y la lluvia me trae el
recuerdo de
todos los míos mientras
el cielo, plomizo, me susurra que soy lo que soy, en parte, gracias a que ellos
existieron y a que ellos, también, fueron lo que fueron.
Me calzo las botas. Ajusto el chubasquero.
Es hora de volver…
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