10.1.11

De lo público y lo privado

Llovía el otro día en la Puebla. Hablaba con Pepe y oía la lluvia sobre la plaza de la villa. Luego tenía una conversación similar con Oscar y las gotas caían a conciencia sobre el tejado de losa. Pensaba en la diferencia entre la Villa y el Mercado. Es verdad que la Villa está quedando preciosa. Es verdad que es una ciudad de piedra, hecha para pasear y disfrutar. Con su imponente castillo. El sitio al que llevar a todos los amigos que van por primera vez a la Sanabria. Y sin embargo…

Cuando voy sólo siempre bajo al Mercado a tomar café. O a comprar el periódico. O a hacer la compra. Es verdad que vengo del Mercado, y que de allí están poblados los recuerdos de mi infancia. Y me jode verlo tan muerto. Pero no sólo por algo sentimental. También ideológico, qué quieren que les diga. La Villa siempre fue el poder del Estado en la comarca. De lo público, de los guardias, los funcionarios, el notario, el registrador. El Mercado nació libre. Y anárquico. Un espacio abierto y a comerciar, ahí, con dos cojones. A buscarnos todos la vida. Un espacio sin arquitectura, sin equilibrio. La lucha por la vida. “Una raza de gente húngara” me contó un día mi abuela, “creó este pueblo de la nada”. Lo decía en tono despectivo. Unos pioneros. Comerciantes, frente al carácter funcionarial de la villa. Judíos, quizá. Gente que se enriqueció a base de comerciar y que no esperó nunca del poder del Estado ni favores ni ayuda.

Así que en esta España en la que el capitalismo nunca llegó a cuajar, el declive del Mercado es una buena metáfora de cómo está el país tras tantos años de franquismo socialista y de socialismo franquista. Un país en el que los espacios puramente privados, el Mercado siempre lo fue, están en declive, frente al esplendor, algo huero, del poder de lo público.

Así que si me buscan por la Sanabria algún día y no me encuentran en casa, bajen al Mercado. Por allí andaré…



PS: “Todavía para nuestros abuelos una casa, una fuente, una torre que les era familiar, aun su propio vestido, su abrigo, eran cosas infinitamente más familiares; cada cosa era casi un receptáculo en que se encontraba algo humano y a la que añadían su parte de humanidad. […] Las cosas partícipes de nuestra intimidad están declinando y ya no pueden ser sustituidas. Nosotros somos quizá los últimos que habrán conocido tales cosas. A nosotros nos toca la responsabilidad de conservar no únicamente su recuerdo, sino su valor humano […]

Molina, Cesar Antonio: Lugares donde se calma el dolor. Barcelona, Destino, 2009. Página 209

4 comentarios:

Zoelarenato dijo...

Es así. Aún mi madre, recordando historias, no me habla de Puebla. Me habla del Mercado.

Tengo más anécdotas contadas de gente que se fogueó entre Panchito y el Ministro, entre la carnicería del Puta y la ferretería del Sr. Barrios que en el Arrabal de la Puebla o a la vera del castillo.

La libertad estaba en el Puente, en el MERCADO, con mayúsculas.

Allí, seguramente, se vivía el auténtico espacio de libertad plena. Dominaban las transacciones, el mundo del intercambio, de la bolsa de acciones rurales, del Warren Buffet Sanabrés, también el del Bernard Madoff..., de todo había. Cada uno elegía su contraparte, bien o mal, puro y duro MERCADO.

Coincido amigo Perdiu...un espacio de libertad en el que perderse.

Amo Puebla, me gusta, llevo allá a mis amigos que no saben de Sanabria.

Pero, al final, donde mejor lo paso es tomando un pulpito en "El Fuellero" y contando las anécdotas de mi madre, en maýúsculas, del MERCADO.

Acertado artículo y acertada visión.

Zoelarenato dijo...

Ah! y magnífico libro referenciado en la posdata y que recomiendo.

Anónimo dijo...

La cuestión es que el capitalismo no es ya sólo un modelo económico, sino un modelo “cultural”, profundamente implantado en nuestra sociedad. El trabajador medio tiene como aspiraciones el coche, la hipoteca, la tele y la semana en la playa. Su concepto de triunfar en la vida es tener un coche más potente, una hipoteca más grande, una tele de más pulgadas, y poder irse una semana más a la playa (o bien poderse gastar algo más en la de siempre). Resulta que el empresario tiene estas mismas aspiraciones, aunque algo más abultadas; la diferencia es cuantitativa, no cualitativa. Si sacas al empleado de su papel como trabajador y lo colocas en el de empresario, reproducirá a la perfección el rol que se le presupone a éste.

Lo que quiero decir es que, básicamente, no (sólo) estamos ante un problema de clases (nosotros, los explotados, los buenos, contra ellos, los explotadores, los malos). Es un problema más profundo, a nivel cultural. Todos estamos metidos en la misma dinámica (la aceptamos pacíficamente, sin resistencia), con la salvedad de que algunos pocos consiguen estar más arriba y la mayoría se queda en los niveles de abajo (aunque siempre con esperanzas de ascender). Es todo relativo, una cuestión de donde te sitúes en la escala. Conozco a más de un sufrido trabajador explotado que cuando ejerce de explotador (por ejemplo, sobre la inmigrante que le limpia la casa) lo hace que da gusto. ¿Acaso no somos también explotadores los de la “working class” cuando compramos cada día productos baratos producidos en régimen de explotación en países subdesarrollados? Nos da igual…

¿Este modelo económico-cultural nos ha sido implantado a la fuerza, como sostienen algunos? ¿O bien ha triunfado porque responde a las aspiraciones esenciales de la gran mayoría de la gente, como dicen otros? Vaya usted a saber. La cuestión es que, sea por lo que sea, de momento no se ha alcanzado la masa crítica necesaria para cambiarlo… Ni siquiera con una crisis global.

Anónimo dijo...

Anonadado me he quedado... Vaya tela!