Aquel
poema de Borges: Las
cosas. Un poema fascinante, por lo que cuenta, y por lo que esconde. Yo
tengo una biblioteca, desocupado lector, que, como quería el polígrafo
argentino, “no sabrá nunca que me he ido”.
No le he hablado de ella porque, frente al tópico, soy pudoroso hasta el
extremo. Tiene cinco o seis baldas. En cada balda entran, en función del
grosor, entre diez y doce libros. Esto me da, incluso siendo de letras, entre
cincuenta y setenta libros. Si muero anciano, esa biblioteca será la que me
defina. Si alguna vez intereso a alguien, en otra vida, en otro mundo, sólo
tendrá que leerse esos libros para hacerse una idea cabal de quien fui. La
estantería va mediada, debe de haber unos veinte o treinta ejemplares. No dejo
entrar a cualquier libro, porque los que llegan, se quedan para siempre. Son los
únicos libros que presto con mucho cuidado y que reclamo siempre de vuelta. Casi
todos son ensayos, claro, los
papelillos siguen siendo, salvo excepción, pasatiempos para niños. Cosa
menor.
En
mi librería puede uno viajar de la
Bizancio medieval a la Europa de la
postguerra, y preguntarse por el futuro de la democracia o por los peligros del
totalitarismo mientras visita toda África antes de viajar a Tartaria…
Allí,
en fin, puedo conversar con Kaplan, mirar de frente Johnson, escuchar Magris, aprender
de César Antonio Molina, llorar a Judt, asentir con Popper, viajar con Zweig o
Espada o quedarme deslumbrado mientras Juaristi me habla de la Cueva de
Hércules. Todos ellos viejos amigos, más allá del tiempo y del espacio, como
siempre quiso el Señor de
Montaigne, aquel hijo de un judío español…
Y
es que la libertad, lo
dijo Margarit, no es más que una librería…
PS: Oído en Santander, palabras de Lamo, en un
estudio de la Ortega
sobre la España actual.
Un pulso a la realidad de un país ...
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