Me
acerqué a ver a la exposición
de Hopper, en el Thyssen.
Los clichés me rodean, y no es fácil írselos sacando de encima. Uno claro: la
ausencia de alta cultura en los Estados Unidos. El país de la música y el cine,
pero no de la pintura o la literatura. Es un tópico, claro, y como todos
esconde mucha generalización. Y los mejor de los tópicos es írselos comiendo,
uno a uno, como me ha pasado a mí con Kennedy Toole, con Salinger
y con Capote.
A Hopper lo conocí tarde, a través de una postal furtiva. Era agosto y ya sabe,
desocupado lector, que
Lisboa resplandecía. La exposición es
magnífica, y a mí
algunos aires de los cuadros me recordaban a los aires Sorolla. La luz. Quizá
nada identifique mejor a esas pinturas de los hermosos años veinte como la luz.
La luz de Claudio Rodríguez.
Todo en la obra de Hopper es luz. Y es modernidad. Una gasolinera, una oficina,
una pareja en casa. Silencio. Incomunicación. Alguien tenía que pintar aquel
mundo que estaba llegando para quedarse. El mundo moderno en el que el bullicio
de la aldea desaparece engullida por los silencios de la ciudad. Una vía del
tren, un vendedor en la calle. Uno se imagina a Scott Fitzgerald y a Zelda tomando el sol en alguno de los cuadros. Un sol que le da a uno de frente cuando se
ubica en la perspectiva correcta delante del lienzo.
Hermosa
visita, hermosa conversación.
Remansos
de lucidez cuando sólo queda ya barbarie.
PS:
En La
Montaña, que esta tarde toca predicar. Qué distinto el viaje de
aquel de septiembre. En algunos casos, creo que he
envejecido, desde entonces, varias décadas.
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