A veces, acaba uno las lecturas como acaba las buenas comidas, el amor o el deporte. Exhausto.
Termino de leer la monumental biografía de quien quizá fuera el mayor asesino del siglo XX, obra de Jung Chang, la autora de Cisnes Salvajes, y de Jon Halliday.
Mao.
Sus herederos dominan aún el país.
Sus seguidores, en Europa, nunca se han disculpado por ello.
Hubo otra China, y hubo una China que hubiera sido posible. Pero todo lo jodió, como en tantos otros sitios, esa gran mentira del siglo XX que llamamos comunismo.
Todo era mentira en la China de Mao.
Mentira su pasado campesino. Nunca le preocupó la suerte de los campesinos. Mentira el primer Estado rojo, creado en una zona dominada por “señores de la guerra”, que se saldó con la muerte de casi un 20% de la población.
Mentira la Gran Marcha, permitida por Chiang para empujar a los comunistas a una zona de señores de la guerra y no enemistarse con los soviéticos. Una larga marcha, que por cierto, Mao hizo en litera evitándose fatigas innecesarias.
Mentira su imagen en occidente, elaborada por perfectos idiotas como el periodista norteamericano Edgar Snow.
Mentira su lucha contra los japoneses durante la guerra civil.
Mentira la financiación de su ejército, basada en el robo y en el tráfico de drogas.
Mentira los levantamientos populares a favor de los comunistas. No hubo ni uno solo, ni antes de la guerra ni durante la misma.
Mentira el amor de su pueblo, como lo demuestra que Mao viviera toda su vida como si estuviera en un país enemigo, alejado de sus esclavos y rodeado de fuertes medidas de seguridad.
Mentira el orden público, sostenido sobre la base de Comités de Mantenimiento del Orden, presentes en cada fábrica y en cada calle.
Mentira su programa de superpotencia, basado en el hambre de sus súbditos y llevado a cabo gracias a la ayuda soviética a cambio de comida, una comida que se negaba a su pueblo.
Mentira su lucha contra el imperialismo. Al igual que en la época de las concesiones y del Bund de Shanghai, Mao exoneró a los soviéticos de la jurisdicción china, aunque siempre se preocupó de que ello no se hiciera público.
Mentira la guerra de Corea, iniciada para provocar a los norteamericanos para conseguir que Stalin le diera el material bélico que necesitaba.
Mentira su preocupación por el pueblo. El Estado comunista chino estaba en guerra contra su pueblo, como declaró el tirano al Politburó el 2 de octubre de 1953.
Era mentira su talla de estadista. Como tantos otros izquierdistas, no tenía ni idea de economía, ni de arte ni de casi nada en general.
Mentira su pacifismo. Su único objetivo era superar a la Unión Soviética y luego dominar el mundo. Y para ello lo único que valía era la guerra.
Mentira fueron las cien flores. Una pura trampa para castigar a las partes más cultas de la sociedad, las que aún recordaban la época previa a los comunistas. Mentira derivada de su desprecio por los intelectuales. Entre el 1 y el 10% de los intelectuales había de ser purgado, lo que supuso la desaparición de casi medio millón de los chinos más preparados.
Mentira, y repugnante, el Gran Salto Adelante, basado en la idea de crear un Comité de Control Mundial. A diferencia de lo ocurrido en la Rusia de Pontemkin, ahora no se creaban campos de falsas cosechas para engañar al gobernante, sino que era el gobernante el que los creaba para que fueran creídos por sus súbditos.
Mentira fue el papel jugado por China en el Tibet. Genocidio del de verdad, no el que los progres a la violeta imputan a Israel en Gaza.
Fue mentira que la Revolución Cultural obedeciera a impulsos de la juventud. En realidad fue fruto del interés de Mao en purgar a Liu Shaoqi, presidente de la República, así como a los funcionarios del aparato del Partido.
Era mentira su relación con la cultura. “Cuanto más libros lees, más estúpido te vuelves” decía el muy cabestro. A finales de 1963 acusó a “todas las formas de arte” de feudales o capitalistas.
Era mentira, ya digo, su relación con la educación. Instó a los estudiantes a ponerse en contra de sus profesores, que les “torturaban con exámenes”, suspendidos a partir de aquel momento. Los ciudadanos fueron quemando sus libros a escondidas, ¡sus libros! Para evitar ser apaleados si eran sorprendidos con ellos por los Guardias Rojos.
PS: “Postergado, Mao tuvo que abandonar Shanghai a finales de 1924 […] Los reveses sufridos por Mao en sus primeros años en el PCCh se siguen ocultando con esmero. Mao no quería que se supiera que había trabajado para el Partido de forma bastante ineficaz, o que había estado muy próximo al Partido Nacionalista […] o que en el terreno ideológico mantenía una posición bastante difusa". Chang, Jung y Halliday, J: Mao. La historia desconocida. Taurus, Madrid, 2006. Página 57.